AVE
MARIA |
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
email :
hispanizante@clairval.com
16 de julio de 2003
Estimadísimo Amigo de la
Abadía San José:
¿Por qué tantos
nuevos santos? Las numerosas beatificaciones y canonizaciones
que se producen año tras año ¿no podrían banalizar el
acontecimiento? En su vigésimo año de pontificado, Juan Pablo
II ya ha procedido a más de 770 beatificaciones y 280
canonizaciones.
Evidentemente, el Papa desea hacer de esos actos uno de los
aspectos de la «nueva evangelización». Lo explica en la carta
apostólica Tertio Millennio adveniente: «En estos años
se han multiplicado las canonizaciones y beatificaciones. Ellas
manifiestan la vitalidad de las Iglesias locales» (10 de
noviembre de 1994). Son «la demostración de la omnipotente
presencia del Redentor mediante frutos de fe, esperanza y
caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han
seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación
cristiana» (Ibíd.).
Una fuente de renovación
Todos estamos llamados a la santidad, y el ejemplo de tan
numerosos santos es un poderoso estímulo para alcanzarla. «Al
mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos
motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (el Cielo) y al
mismo tiempo aprendemos cual sea, entre las mundanas vicisitudes,
el camino segurísimo, conforme al propio estado y condición de
cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o
sea a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en forma viva
su presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como
nosotros, que con mayor perfección se transforman en la imagen
de Cristo. En ellos Él mismo nos habla y nos ofrece un signo de
ese Reino suyo» (Vaticano II, Lumen gentium, 50). La práctica
de las virtudes hasta un grado heroico, condición requerida
para cada beatificación, sobrepasa las fuerzas humanas;
manifiesta la acción del Espíritu Santo y, cuando se produce
en un gran número de personas, se convierte en un argumento en
favor de la divinidad de la Iglesia.
Nos resulta útil conocer a quienes viven ya en el Cielo, «porque
ellos llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor;
por Él, con Él y en Él no cesan de interceder por nosotros
ante el Padre... Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a
nuestra debilidad» (Ibíd., 49). Además, «los santos y
las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en
las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 828). Así pues,
resulta muy conveniente presentar esos modelos a los hombres a
veces desorientados de nuestra atormentada época.
Así por ejemplo, el Papa Juan Pablo II beatificaba el 14 de
abril de 1985 a sor María Catalina Troiani, y decía acerca de
ella: «La fe y la caridad brillaron en su vida. Ella se encontró
con muchas miserias y sufrimientos: esclavitud, hambre, pobreza,
abandono de recién nacidos y enfermos, explotación y
marginación...
Al igual que el buen samaritano de la parábola evangélica,
ella se detuvo junto a cada hermano y hermana que sufría en
cuerpo y alma, tendiéndole con amor la mano bienhechora y
pagando con su persona... Su caridad jamás fue exclusiva:
católicos,
ortodoxos y musulmanes encontraron en ella ayuda y hospitalidad,
porque en cualquier persona marcada por el sufrimiento, sor María
Catalina veía el rostro sufriente de Cristo».
Ser la última
Constancia Troiani, nacida el 19 de enero de 1813, pierde a su
madre a la edad de seis años. Entra entonces interna en las
Oblatas Clarisas de Ferentino (Italia). Inteligente, sensible y
de carácter muy despierto, es sin embargo obediente e intenta
guardar silencio y corregir sus defectos. Cuando un día los
miembros de su familia le proponen regresar al mundo, ella lo
rechaza, pues, feliz en su convento, pretende permanecer allí
para servir a Dios con una entrega radical de toda su persona.
A los dieciséis años, el 8 de diciembre de 1829, toma el hábito
con el nombre de sor María Catalina, y un año más tarde
profesa los votos. A partir de aquella época, se siente atraída
por la contemplación de Jesús crucificado y por el amor de la
penitencia. Una especial atracción hacia la vida escondida, en
la que imita a Jesús cuando vivía en Nazaret, desconocido por
los hombres, la lleva a declinar cargos importantes, y escribe:
«Quiero ser siempre la última en la casa de Dios, lo que es la
mayor gloria de una religiosa».
Sin embargo, a causa de sus cualidades, le confían
responsabilidades, siendo la principal la de ser secretaria de
la abadesa. A través de sus diferentes puestos, sor María
Catalina se esfuerza por vivir con Dios, intentando complacerle
en todo mediante el fiel cumplimiento de su deber de estado:
opina que muchos pecados provienen del constante olvido de la
presencia del Señor. El día de su profesión religiosa, anota
lo siguiente: «Me acostumbraré a ofrecer cada acción antes de
emprenderla, a vivir, en suma, en presencia de Dios, deseando
cada día ser mejor que la víspera». San Benito afirma también
en su Regla: «Tenga el hombre por cierto que Dios le está
mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la
divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le
dan cuenta de ellas a cada instante» (cap. 7). Cuando se dirigía
a los jóvenes, San Juan Bosco les recomendaba que en el momento
de las tentaciones pensaran: «¿Cómo puedo dejarme inducir a
cometer este pecado en presencia de Dios, el Dios creador, el
Dios salvador, el Dios que puede privarme instantáneamente de
la vida? ¿Voy a hacer esto en presencia de Dios, quien,
mientras le ofendo, puede enviarme a las penas eternas del
infierno?».
Atenta a la mirada de Dios, sor María Catalina permanece en
constante coloquio con Él. A veces se la oye exclamar: «Jesús,
dame el fuego (de tu amor) para que pueda consumirme por ti».
También le gusta decir: «Penetremos en el interior del Corazón
de Jesús; allí se está bien, y nadie puede hacernos daño».
¿Hay que seguir?
Su amor por la vida escondida va unido a una poderosa atracción
por el apostolado misionero. Pero la divina Providencia, a la
que se ha entregado totalmente, le hará esperar hasta la edad
de 46 años antes de realizar ese deseo. En 1852, a su regreso
de Egipto, el confesor de la comunidad se hace eco del delegado
apostólico de El Cairo, monseñor Cuasco, quien se lamenta de
la ausencia de religiosas para la educación cristiana de la
juventud. Las monjas de Ferentino deciden abrir entonces una
casa en El Cairo. Siete años más tarde, el 25 de agosto de
1859, seis religiosas, entre las que se encuentra sor Troiani,
parten hacia Egipto.
Cuando hacen escala en Malta, se enteran del fallecimiento de
monseñor Cuasco, y se preguntan si deben continuar el viaje.
Sor María Catalina reconforta al pequeño grupo diciendo: «No
hemos emprendido el camino para responder al deseo de un prelado,
sino a la llamada de Dios». Las monjas llegan a El Cairo el 14
de septiembre, donde el nuevo Vicario apostólico les reserva un
recibimiento algo frío. Pero pronto son reconfortadas ante la
llegada de una pequeña egipcia que una persona de confianza les
envía para que la eduquen en el catolicismo. Se asientan las
bases de la primera escuela, y pronto acuden alumnas de
cualquier lengua y religión, dándose preferencia a las más
pobres.
Desde el principio de esta fundación, sor María Catalina se
convierte en la superiora de las religiosas. Pone todo su empeño
en educar y catequizar a las niñas, presentándoles a Dios como
a un Padre bondadoso a quien no se debe ofender mediante el
pecado. Cualquier ocasión le parece favorable para hablar a las
niñas del Señor, de la Santísima Virgen y del Ángel de la
Guarda. Se muestra benevolente con las alumnas no católicas y
respeta sus creencias por la parte de verdad que contienen (cf. Catecismo,
2104); pero no por ello deja de iluminarlas y de orientarlas
hacia la verdadera fe. Se desvela por formar la voluntad de las
niñas exigiéndoles obediencia con dulzura y firmeza. Su mejor
pedagogía consiste en ser para todas ellas un modelo de virtud.
«Mamma bianca»
La abnegación de la madre María Catalina no se detiene, y ante
la demanda de dos sacerdotes que trabajan para abolir la
esclavitud, funda el «Viñedo de San José», una obra
destinada a comprar nuevamente e instruir a las niñas negras
esclavas. Paralelamente, crea la Obra de las niñas abandonadas.
De esas obras nacen abundantes frutos; las niñas, conmovidas
por la bondad de la que ellas llaman «Mamma bianca - Mamá
blanca», piden que se las instruya en las verdades de la fe
para recibir el Bautismo. A las niñas con buena salud se les
busca una nodriza, y luego una familia en la que vivirán
dignamente. Pero la mayoría de las pequeñas se encuentran al límite
de sus fuerzas y mueren muy pronto; la religiosa les consigue la
viva eterna del Cielo al bautizarlas. De ahí precisamente
procede el nombre de «clase angelical» que se da a las niñas
acogidas de ese modo. La alegría sobrenatural de su entrada en
el Cielo suaviza la pena de las numerosas defunciones y, en
ocasiones, las hermanas reciben profundos consuelos, como el
caso de la pequeña Míriam, que decía en su lecho de
sufrimiento: «Tengo que sufrir más para poder recibir la
corona. Con un poco más de pena probaré para siempre la alegría
de Dios». Tras recibir la Sagrada Comunión, y con el rostro
transfigurado, se apagó en la paz mientras veía «a una
hermosa Dama acompañada de otras almas, igualmente hermosas,
que se aproximaban y la invitaban a seguirla».
Un día, la madre escribe: «Un turco de Constantinopla que era
zapatero me suministró a bajo precio siete niñas.
Anteriormente ya me había traído tres o cuatro que estaban
enfermas, diciéndome: «Bautícelas y así irán al Paraíso».
También él quiere hacerse cristiano y ha pintado un cuadro que
representa a la Virgen». Aquel hombre había comprendido la
importancia del Bautismo. El propio Jesús Nuestro Señor nos
enseñó la necesidad del Bautismo: El que no nazca de agua y
de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3, 5).
Además, también ordenó a sus discípulos que anunciaran el
Evangelio y que bautizaran a todas las naciones: Id, pues, y
enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). El
que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea se
condenará (Mc 16, 16).
«Ese dolor no me llega al alma»
La Iglesia ejerció desde sus orígenes su misión de bautizar,
y otorgó ese sacramento no solamente a los adultos, sino también
a los niños pequeños. Al hablar de algunos cristianos de su época
que negaban el pecado original (herejía de Pelagio), San Agustín
decía en el año 412: «No obstante, conceden la necesidad del
Bautismo a los niños, pues no pueden ir contra la práctica de
la Iglesia universal, transmitida incontestablemente por el Señor
y los Apóstoles».
San Gregorio de Tours (+ 594) nos cuenta que, hacia el año 495,
la reina Santa Clotilde dio a luz a su primogénito, al que mandó
bautizar; pero el niño murió inmediatamente después del
bautizo. El rey Clodoveo, que aún era pagano, enojado, se lo
reprochaba de este modo a su esposa: «Si el niño hubiera sido
consagrado a mis dioses, viviría; pero después de haber sido
bautizado en nombre de tu Dios, no ha podido vivir». La reina,
fortalecida en su fe cristiana, respondió: «Doy gracias a Dios
Todopoderoso, Creador del universo, por no haberme considerado
indigna de que el hijo de mis entrañas entrara en su Reino. Y
ese dolor no me llega al alma, pues sé que ha sido llamado a
dejar este mundo con su ropa bautismal para poder ser alimentado
en la visión de Dios». Posteriormente dio a luz un segundo
hijo al que mandó igualmente bautizar y que vivió.
En nuestros días, el Bautismo de los niños es considerado a
veces como un atentado contra su libertad, pues implica ciertos
compromisos que, quizás, quedarán en entredicho durante la
edad adulta. Ante dicha objeción, podemos responder diciendo
que la responsabilidad de la educación de los hijos incumbe en
primer lugar a los padres. Del mismo modo que éstos ejercen
opciones necesarias para la vida y para la orientación de sus
hijos hacia los verdaderos valores humanos (como por ejemplo la
educación escolar), de igual modo no deben privarlos del bien
esencial de la vida divina, para la cual han sido creados. Así,
en cuanto tienen uso de razón, los hijos podrán disponer de
dones sobrenaturales que quedaron depositados en ellos por la
gracia del Bautismo. Lejos de reducir su libertad, la entrada a
la vida cristiana resulta una liberación del pecado y el acceso
a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Además, todo
hombre tiene la obligación de adorar y de someterse a su
Creador. Al convertir al bautizado en hijo de Dios, el Bautismo
consigue el pleno cumplimiento de esos deberes.
Un magnífico regalo
De hecho, «el Bautismo es el regalo más hermoso y magnífico
de los dones de Dios» (San Gregorio Nacianceno). Sus dos
efectos principales son la purificación de los pecados y el
nuevo nacimiento en el Espíritu Santo. Mediante el Bautismo se
redimen todos los pecados y, en primer lugar, el pecado
original. «La Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa
miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la
muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán
y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos
nacemos afectados y que es «muerte del alma». Por esta certeza
de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los
pecados, incluso a los niños que no han cometido pecado
personal» (Catecismo, 403). Todos los pecados personales
de los adultos que reciben el Bautismo, así como todas las
penas del pecado, también son perdonados. Por añadidura, el
Bautismo convierte al neófito en hijo adoptivo de Dios,
coheredero del Cielo con Cristo y templo del Espíritu Santo. La
Santísima Trinidad concede al bautizado la gracia santificante
y las virtudes teologales que le permiten creer en Dios, esperar
en Él y amarlo. También puede llevar una vida de santidad,
bajo la inspiración del Espíritu Santo. Pero la gracia
recibida en el Bautismo está llamada a desarrollarse. San Pablo
pide a los Efesios que se comporten según la grandeza de los
dones recibidos: Os ruego que viváis de una manera digna de
la vocación con que habéis sido llamados (cf. Ef 4, 1-2).
El Papa Juan Pablo II, con motivo de su viaje a Francia en 1996,
recordaba que «toda vida espiritual emana directamente del
sacramento del Santo Bautismo». Mediante ese sacramento hemos
prometido renunciar para siempre a Satanás y a sus seducciones,
y entregarnos a Jesucristo para sobrellevar nuestra cruz
siguiendo su ejemplo durante todos los días de nuestra vida. Se
trata de una exigencia de santidad según la medida de las
gracias que se han recibido.
Para cumplir con ese programa, el recién bautizado no se
encuentra solo, pues el Bautismo le une a todos los hijos de
Dios, incorporándolo a la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo: Porque
en un solo espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar
más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres (1
Co 12, 13). Al ser miembros del Cuerpo de Cristo, los bautizados
participan del sacerdocio de Cristo, es decir, de su misión:
profesar ante los hombres la fe, y participar en la actividad
apostólica de la Iglesia (cf. Catecismo, 1268; 1270).
«Desconfiemos de nosotras mismasy confiemos en Dios»
Para poder cumplir con su papel de misionera, la madre María
Catalina se ve en la urgente obligación de ampliar la vieja
casa donde acuden las niñas. Para ello solicita una audiencia
al virrey de Egipto, Ismael Pacha, pidiéndole techo y pan con
serena franqueza, y recibiendo de él un terreno, así como una
asignación anual de alimentos. En el futuro, el virrey, al que
resulta difícil acceder, concederá siempre pronta audiencia a
la madre con la mayor amabilidad, y querrá estar informado de
las necesidades del instituto para proveer «como un padre». La
sierva de Dios no duda en tender también la mano a los ricos y
a los poderosos a fin de que las niñas reciban alimentos
abundantes y bien preparados.
Pero la madre María Catalina recurre con mayor asiduidad todavía
a la divina Providencia y a San José: «Todo lo que le pido a
San José, me lo concede», afirma un día victoriosamente. Una
noche, se advierte a la superiora de que ya no queda
absolutamente nada para el día siguiente, ni alimentos ni
dinero. La madre da la siguiente consigna: «¡Ánimo!
Desconfiemos de nosotras mismas y confiemos en Dios, y todo
saldrá bien». Aquella noche la pasa rezando en la capilla. Al
día siguiente, ¡cuál no será la sorpresa de la sacristana
cuando percibe una bolsa bien repleta en el cuello de la estatua
de San José! La fe de la madre era capaz de trasladar montañas.
Mil vicisitudes
En 1863, la madre María Catalina es elegida abadesa de su
comunidad. El desarrollo de su obra exige que otras hermanas
acudan a secundar a las primeras. Pero, a pesar de las oraciones
de la madre, el monasterio de Ferentino se desinteresa de la
obra de Egipto, por lo que la superiora se ve en la necesidad de
fundar una nueva y autónoma familia religiosa. El 5 de julio de
1868, la Santa Sede convierte en Instituto a las «Hermanas
franciscanas misioneras de Egipto». Las vocaciones afluyen en
gran número, permitiendo que se funden nuevas casas, inaugurándose
de ese modo, desde 1868 hasta 1874, dos orfanatos y cuatro
escuelas.
En 1882, cuando se proyectaban tres nuevas fundaciones, estalla
la guerra anglo-turca. Al no poder garantizar su seguridad, el cónsul
italiano pide a las religiosas de El Cairo que se dispongan a
partir. Tras haber acomodado a algunas niñas en familias de
confianza, la fundadora, las hermanas y el resto de las pequeñas
abandonan El Cairo. Se instalan en un tren de mercancías, y
tras mil vicisitudes se embarcan hacia Jerusalén, Marsella, Nápoles
y, finalmente, Roma. En el barco no disponen ni siquiera de qué
comer. Para animar a sus hijas, la madre les dice con dulzura:
«Si a Jesús crucificado se le negó una gota de agua, ¿cómo
vamos a pedir que se nos conceda todo lo que deseamos?».
Después de que la calma volviera a Egipto, la madre María
Catalina envía a El Cairo a tres de sus hijas, a fin de
comprobar el estado de la casa. Todo estaba intacto. ¡Gracias,
San José! Así pues, se organiza el regreso de las hermanas.
Nada más llegar, son abordadas por sus antiguas alumnas, que
regresan a ocupar los bancos de la escuela. En 1883, el cólera
causa innumerables víctimas, por lo que la comunidad conoce de
nuevo la aflicción. «Madre, pregunta una religiosa a la
superiora, ¿no le espanta nuestra miseria? – Hija mía, lo único
que me espanta es la falta de fe». «Nunca hay que desanimarse,
seguía diciendo, pues lo que el Señor no concede en el acto,
lo enviará en un momento más favorable... Dios todo lo dispone
por nuestro bien, incluso si en un principio parece que no es
así.
Todas las contradicciones deben considerarse como ventajas
espirituales, pues sufrir es la auténtica riqueza de las
esposas de Cristo».
«¿Hay algo mejor que el Paraíso?»
El 10 de abril de 1887, al atardecer del día de Pascua, la
madre Troiani se siente extenuada y debe acostarse. No hay
esperanza de curación, pues el organismo está agotado. El 6 de
mayo, tras recibir por última vez la Sagrada Eucaristía,
inclina apaciblemente la cabeza y entrega su espíritu. Ella
misma había escrito: «Tenemos dos vidas: la presente y la
futura. La primera está llena de luchas, y la segunda supone su
final, la recompensa y la corona. La primera es una navegación
y la segunda el puerto. La primera no dura sino un momento y la
otra no conoce ni la vejez ni la muerte». Con frecuencia, había
recomendado también a sus hijas lo siguiente: «Cumplid bien
con vuestro deber. Esperamos llegar un día con alegría allá
arriba, al Paraíso. Después de haber soportado tantas fatigas
y sufrimientos, ¿hay algo mejor que el Paraíso? Para vivir
como una verdadera religiosa, hay que comportarse cada día como
si fuera el primero de nuestra vida consagrada y el último de
nuestra vida terrestre». El 7 de mayo, sus funerales se
convierten en un triunfo: cristianos y musulmanes se hallan
presentes para rendir un último homenaje a aquel apóstol de la
caridad.
Pidamos a la Beata María Catalina Troiani que nos guíe en el
cumplimiento de nuestro cotidiano deber de estado, camino de la
beatitud eterna. Rezamos a San José por todas sus intenciones,
especialmente por sus familiares, por los vivos y los difuntos.
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la abadía, se puede consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
|