AVE
MARIA
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
email : hispanizante@clairval.com
5 de mayo de
2003
Nuestra Señora de Gracia
Estimadísimo Amigo de la Abadía
San José:
El
16 de octubre de 2002, con
motivo de la apertura del vigésimo
quinto año de su pontificado,
el Papa Juan Pablo II proclamaba
un «Año del Rosario» y
firmaba la Carta Apostólica Rosarium
Virginis Mariæ (RV).
«El Rosario de la Virgen María
es una oración apreciada por
numerosos Santos y fomentada por
el Magisterio. En su sencillez y
profundidad, sigue siendo también
en este tercer Milenio apenas
iniciado una oración de gran
significado, destinada a
producir frutos de santidad...
Sería imposible citar la
multitud innumerable de Santos
que han encontrado en el Rosario
un auténtico camino de
santificación. Bastará con
recordar a san Luis María
Grignion de Montfort, autor de
una preciosa obra sobre el
Rosario...» (Juan Pablo II, RV,
1, 8).
Luis Grignion nace en
Montfort-la-Cane, en la Bretaña
francesa, el 31 de enero de
1673, recibiendo el bautismo al
día siguiente. El día de su
confirmación añadirá a su
nombre de pila el de María. Su
nodriza será una granjera del
lugar, y el niño conservará de
ello el amor por la naturaleza y
la soledad. Su padre, abogado de
profesión, tiene un carácter
impulsivo y violento a veces.
Luis María es un muchacho
valiente que estudia con gran
dedicación y da muestras de
gran inteligencia. Desde muy
joven se encomienda con
naturalidad a la Santísima
Virgen, a quien llama «buena
madre», pidiéndole con
infantil sencillez todo lo que
necesita y llevando consigo a
sus hermanos y hermanas para
honrarla. Cuando Luisa Guyonne,
su hermana menor a la que tan
especialmente quiere, vacila en
dejar sus juegos para acudir a
rezar el Rosario con él, éste
le dice con tono convincente: «Querida
hermanita, si quieres ser muy
hermosa y que todos te quieran
tienes que amar a Dios».
El
arte de configurarnos con Cristo
Luis María arrastra a
los suyos hacia María para
conducirlos mejor hasta Jesús.
«No se trata sólo de
comprender las cosas que Él ha
enseñado, sino de comprenderle
a Él – recuerda el Papa. Pero
en esto, ¿qué maestra más
experta que María?... San Luis
María Grignion de Montfort
explicó así el papel de María
en el proceso de configuración
de cada uno de nosotros con
Cristo: «Como quiera que toda
nuestra perfección consiste en
ser conformes, unidos y
consagrados a Jesucristo, la más
perfecta de la devociones es,
sin duda alguna, la que nos
conforma, nos une y nos consagra
lo más perfectamente posible a
Jesucristo. Ahora bien, siendo
María, de todas las criaturas,
la más conforme a Jesucristo,
se sigue que, de todas las
devociones, la que más consagra
y conforma un alma a Jesucristo
es la devoción a María, su
Santísima Madre, y que cuanto más
consagrada esté un alma a la
Santísima Virgen, tanto más lo
estará a Jesucristo». De
verdad, en el Rosario, el camino
de Cristo y el de María se
encuentran profundamente unidos.
¡María no vive más que en
Cristo y por Cristo!... Si la
repetición del Ave María se
dirige directamente a María, el
acto de amor con Ella y por
Ella, se dirige a Jesús» (RV,
14, 15, 26).
A la edad de doce años, Luis
María ingresa en el colegio de
los jesuitas de Rennes.
Enseguida, el joven llega a ser
el primero de la clase. Además,
da muestras de un gusto y de un
talento especiales por la
pintura. Guiado por un piadoso
sacerdote, y en compañía de
otros alumnos, acude a visitar a
los enfermos, aportándoles lo
mejor de su corazón: primero
les lee y comenta un pasaje del
Evangelio, y después les habla
acerca de la Virgen. En el
colegio de Rennes se hace dos
auténticos amigos: Juan
Bautista Blain, que escribirá más
tarde su vida, y Claudio
Poullard des Places, futuro
fundador de la Congregación de
los Padres del Espíritu Santo.
Luis María desea llegar a ser
sacerdote. A pesar de padecer
violentos altercados por parte
de su padre, que tiene otros
proyectos para él, acaba
convenciéndolo con su dulzura
y, a la edad de veinte años,
emprende el trayecto a pie hasta
el seminario de San Sulpicio de
París. De camino, entrega a
personas necesitadas todo lo que
posee, haciendo después voto de
no poseer nunca bien alguno. Una
vez en París, es acogido en
primer lugar en un seminario
para seminaristas pobres, donde
obtiene excelentes resultados.
Durante los recreos, participa
de las alegrías de todos, esmerándose
en deleitar a sus compañeros
mediante una conversación
alegre y divertida. Con el aval
de su superior, se entrega a
toda suerte de penitencias, pero
su salud no lo resiste y contrae
una grave enfermedad. Una vez
restablecido, termina sus
estudios en el seminario de San
Sulpicio, constituyendo una
pequeña asociación cuyos
miembros se consagran
especialmente a Nuestra Señora.
Con motivo de una peregrinación
a Chartres, Luis María pasa una
jornada de oración ante la
estatua de Notre-Dame-sous-Terre.
Es en compañía de la Virgen, y
especialmente rezando el
Rosario, como nuestro santo ha
aprendido a orar y a permanecer
en contemplación. El Papa Juan
Pablo II escribe: «El Rosario
forma parte de la mejor y más
reconocida tradición de la
contemplación cristiana... El
Rosario, precisamente a partir
de la experiencia de María, es
una oración marcadamente
contemplativa. Sin esta
dimensión,
se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin
contemplación, el Rosario es un
cuerpo sin alma y su rezo corre
el peligro de convertirse en mecánica
repetición de fórmulas... Por
su naturaleza el rezo del
Rosario exige un ritmo tranquilo
y un reflexivo remanso, que
favorezca en quien ora la
meditación de los misterios de
la vida del Señor, vistos a
través del corazón de Aquella
que estuvo más cerca del Señor»»
(RV, 5, 12).
Una
luz para el mundo
Mediante la contemplación
de los misterios del Rosario,
Luis María adquiere una
familiaridad llena de sencillez
para con Jesús y María. «Como
dos amigos, frecuentándose,
suelen parecerse también en las
costumbres, así nosotros,
conversando familiarmente con
Jesús y la Virgen, al meditar
los Misterios del Rosario, y
formando juntos una misma vida
de comunión, podemos llegar a
ser, en la medida de nuestra
pequeñez, parecidos a ellos, y
aprender en estos eminentes
ejemplos el vivir humilde, pobre,
escondido, paciente y perfecto»
(Beato Bartolomé Longo. Cf. RV,
15). Con objeto de que el
Rosario ayude a conocer de
manera más completa la vida de
Cristo, el Santo Padre sugiere
agregar, además de los quince
misterios habituales, una serie
de misterios relativos a la vida
pública de Jesús, misterios
que denomina «luminosos», pues
Cristo es la luz del mundo
(Jn 9, 5). Estos misterios son:
el Bautismo en el Jordán, las
bodas de Caná, el anuncio del
Reino de Dios invitando a la
conversión, la Transfiguración
y la institución de la Sagrada
Eucaristía.
Luis María es ordenado
sacerdote a la edad de 27 años,
el 5 de junio de 1700, y celebra
su primera Misa en la iglesia de
San Sulpicio, en el altar de la
Virgen. Después acompaña a un
sacerdote de Nantes, que ha
conseguido congregar a un grupo
de cofrades para predicar de
pueblo en pueblo en favor de las
misiones. Tras trabajar algún
tiempo con ellos, se pone a
disposición del obispo de
Poitiers. Es acogido
primeramente en el hospital de
la ciudad para servir a los
pobres, y su profunda piedad
asombra a aquellos infortunados,
quienes, viendo la caridad que
manifiesta hacia ellos, piden al
obispo que nombre a ese nuevo
bienhechor capellán del
hospital.
Luis María escribe: «El
hospital al que me destinan es
una morada de desavenencias,
donde no reina la paz, y una
morada de pobreza donde falta
tanto el bien espiritual como el
temporal». En pocos meses de
dedicación a toda prueba y a
pesar de una intensa oposición
por parte de personas
influyentes y de algunos pobres
del hospital que no desean
reformas, Luis María consigue
poner orden en el
establecimiento. Su actividad
abarca tanto las necesidades
materiales de sus protegidos,
para quienes organiza colectas
en la ciudad, como su beneficio
espiritual: «Desde que estoy
aquí – escribe – he estado
continuamente de misiones; he
confesado casi siempre desde la
mañana hasta la noche y he dado
consejos a infinidad de personas...
El Señor y Padre mío, a quien
sirvo aunque con infidelidad, me
ha iluminado con la sabiduría
que me faltaba, me ha dado una
gran facilidad de palabra y de
improvisación, así como una
perfecta salud y un corazón
siempre abierto hacia todo el
mundo».
Luis María consigue también
formar un grupo de mujeres
enfermas de buena voluntad, dándoles
una regla de vida marcada por la
humildad y la penitencia, y las
deja en manos del Hijo de Dios,
la Sabiduría eterna. Poco
tiempo después, una joven de
familia burguesa, María Luisa
Trichet, acude a él en
confesión.
Su deseo es hacerse religiosa y
Luis María la asocia con las
pobres mujeres que acaba de
reunir. El 2 de febrero de 1703,
le entrega un hábito religioso
que es el hazmerreír de todos,
pero ella lo llevará con valentía
durante diez años, antes de
convertirse en la primera
superiora de las Hijas de la
Sabiduría, congregación
dedicada al cuidado de los
enfermos, de los pobres y de los
niños, y que en la actualidad
cuenta con cerca de 2.400
religiosas repartidas en más de
300 establecimientos.
Una
carta de cuatrocientos pobres
Poco antes de la Pascua
de 1703, Luis María parte hacia
París, donde se ocupa durante
varios meses de los enfermos del
hospital de La Salpêtrière. Más
tarde, al ser despedido por la
administración del hospital,
decide quedarse en la capital y
aprovechar su soledad para
intensificar su unión con Dios;
su corazón se desborda entre
unas páginas ardientes que
llevarán por título El amor
de la Sabiduría eterna. En
1704, procedente de Poitiers y
dirigida al superior del
seminario de San Sulpicio de
París,
llega una carta sorprendente que
comienza en estos términos: «Nosotros,
cuatrocientos pobres, le
suplicamos muy humildemente, por
el amor y la gloria de Dios, que
nos mande a nuestro venerable
pastor, el que tanto ama a los
pobres, el padre Grignion...».
Dos cartas del obispo de
Poitiers, dirigidas a Luis
María,
también lo llaman, lo que le
mueve a tomar la decisión de
regresar a esa ciudad, donde
recupera sus funciones de capellán
del hospital.
Sin embargo, ni su afán ni la
orden que restaura son del
agrado de todos, por lo que, un
año después de su regreso,
abandona de nuevo el hospital y
se presenta ante el obispo para
evangelizar Poitiers y sus
alrededores. En su entrega a
todos, recorre las callejuelas
del suburbio de Montbernage,
entra en las casas, se interesa
por la salud de la gente y
bendice a los niños. Su dulzura,
pobreza y humildad consiguen
ablandar los corazones, permitiéndole
emprender una misión.
Acondiciona a modo de capilla un
granero, en medio del cual es
colocado un gran crucifijo, y
las paredes son adornadas con
quince estandartes que
representan los misterios del
Rosario. Poco a poco, los
corazones se van transformando
gracias a las procesiones, los cánticos
que él mismo ha compuesto y el
rezo en grupo del Rosario. Una
vez terminada la misión, Luis
María completa su obra
plantando una cruz. Después, en
aquel granero convertido en
capilla de «Nuestra Señora de
los Corazones», instala una
estatua de la Santísima Virgen,
con la petición expresa de que
alguien se comprometa a rezar el
Rosario ante ella todos los
domingos y fiestas de guardar.
Un obrero del barrio se ofrece
de inmediato a hacerlo, y
cumplirá su promesa durante
cuarenta años.
Semejante fidelidad supone un
gran amor hacia la Santísima
Virgen, manifestada por la
repetición del Ave María del
Rosario: «Si consideramos
superficialmente esta
repetición,
se podría pensar que el Rosario
es una práctica árida y
aburrida. En cambio, se puede
hacer otra consideración sobre
el Rosario, si se toma como
expresión del amor que no se
cansa de dirigirse a la persona
amada con manifestaciones que,
incluso parecidas en su
expresión,
son siempre nuevas respecto al
sentimiento que las inspira» (RV,
26).
Un
campo bastante extenso
En una ocasión, mientras
se encuentra confesando en una
iglesia, Luis María observa a
un joven que reza largo rato.
Movido por una inspiración, le
invita a ayudarle en su labor
apostólica. Con el nombre de
hermano Mathurin, ese joven
dedicará su vida a explicar el
catecismo a los niños y, en el
transcurso de sus misiones, a
enseñar a las multitudes los cánticos
del Padre Luis María.
Calumniado por quienes no
soportan su apostolado, Luis María
es puesto en entredicho ante el
obispo, quien acaba retirándole
su misión de predicador. A
pesar de ese duro golpe, el
padre Grignion de Montfort lo
asume con humildad y como un
designio de la Providencia.
Decide entonces acudir a Roma
para pedir consejo al propio
Papa, quien le recibe en
audiencia en la primavera de
1706. Luis María expone a
Clemente XI sus dificultades y
su deseo de ir a lejanas
misiones, pero el Papa responde:
«En Francia tiene un campo de
apostolado bastante extenso para
ejercer esa dedicación. En sus
misiones, enseñe la doctrina
con energía al pueblo y a los
niños, y renueve las promesas
del Bautismo». A continuación,
el Santo Padre le concede el título
de «Misionero apostólico».
Luis María engancha un
crucifijo bendecido por el Papa
en lo alto de su bastón de
caminante y parte hacia la Abadía
de San Martín de Ligugé, en la
diócesis de Poitiers, donde
espera descansar un poco; pero
no puede quedarse mucho tiempo,
pues sus antiguos enemigos
velan.
Hacia finales de 1706, se une al
padre Leuduger, sacerdote que
organiza misiones parroquiales
en Bretaña, donde se distingue
en la enseñanza del catecismo.
En su opinión, esa tarea es «la
más importante de una misión»
y encontrar un catequista
consumado es más difícil que
encontrar un predicador perfecto».
El catequista «intenta hacerse
querer y temer al mismo tiempo,
de tal suerte no obstante que el
aceite del amor sobrepase el
vinagre del temor»; consigue
amenizar el catecismo, «que es
en sí mismo bastante áspero,
mediante historietas agradables,
a fin de que guste a los niños
y pueda mantener su atención».
Para facilitar el aprendizaje de
la doctrina cristiana, Luis María
la escribe en versos y la hace
cantar aprovechando melodías
conocidas. Sin embargo, su
plegaria favorita sigue siendo
el Rosario. «Es hermoso y
fructuoso confiar también a
esta oración el proceso de
crecimiento de los hijos –
escribe el Papa Juan Pablo II...
Rezar con el Rosario por los
hijos, y mejor aún, con los
hijos... es una ayuda espiritual
que no se debe minimizar» (RV,
42).
Demasiado
a gusto
En su predicación, Luis
María enseña las grandes
verdades de la fe (la muerte, el
juicio final, el cielo y el
infierno), denuncia vicios y
pecados, exhortando después a
la contrición y a la confianza
en la misericordia de Dios.
Renueva también las promesas
del Bautismo y dispensa los
sacramentos de la Penitencia y
de la Eucaristía. La
Providencia divina apoya a su
servidor con el don de los
milagros (curaciones,
multiplicación de alimentos,
etc.). Sin embargo, como
consecuencia de unas
divergencias entre él y el
Padre Leuduger, Luis María se
instala en una pequeña ermita
cerca de su población natal.
Dos años más tarde se dirige a
Nantes, de donde le ha llamado
un sacerdote amigo, el padre
Barrin, que es vicario general.
En esa diócesis predica en
numerosas misiones, se acerca a
los pobres y anima a vivir en la
santidad y en la laboriosidad.
Convencido del valor del
sufrimiento que da luz a las
almas, dirige estas palabras a
uno de sus colaboradores tras
una misión sin problemas:
«Aquí
estamos demasiado a gusto; esto
va mal, nuestra misión carecerá
de frutos porque no se basa ni
se apoya en la Cruz; aquí nos
quieren demasiado, y esto me
hace sufrir; ¡cuánta aflicción
me causa que no haya cruz!».
La fe del Padre Grignion de
Montfort en el misterio de la
Cruz le inspira el deseo de
construir un calvario monumental
cerca de Pont-Château. Se trata
de elevar una verdadera colina,
rodeada de un foso, sobre la
cual se plantarán tres cruces
como las del Gólgota. El
trabajo se emprende sin dilación
con la ayuda de numerosos
obreros voluntarios. Luis María
consigue la comida para el
personal haciendo colecta por
las granjas vecinas. La obra se
termina, pero la bendición del
Calvario es prohibida por el
obispo de Nantes. En efecto, con
el pretexto de que la nueva
colina podría convertirse en
peligrosa fortaleza en manos de
invasores enemigos, el rey Luis
XIV, mal informado, ha dado la
orden de demolerla. Luis María
suspira: «El Señor ha
permitido que construya ese
Calvario, y ahora permite que
sea destruido; ¡bendito sea su
santo nombre!». Recuperada la
paz de su alma, continúa con su
tarea apostólica. Después de
su muerte, el Calvario será
reconstruido.
En 1711, el Padre Grignion de
Montfort es llamado por el
obispo de La Rochelle. Sus
misiones en aquella diócesis,
que es un feudo calvinista, son
numerosas. Con la finalidad de
evitar que los protestantes se
crean los únicos que respetan
la Biblia, organiza una
procesión,
en la cual, bajo el palio, un
sacerdote lleva respetuosamente
el Libro Santo. Además, Luis
María anima a que se rece el
Rosario en la parroquia y en
familia. En efecto, desde la
canonización de san Pío V en
1710, gran promotor de esa
devoción, el fervor por el
Rosario se ha acrecentado. En
nuestros días, Juan Pablo II
recuerda que rezar el Rosario
resulta muy efectivo
especialmente para la paz y para
la familia: «El Rosario es una
oración orientada por su
naturaleza hacia la paz, por el
hecho mismo de que contempla a
Cristo, Príncipe de la paz y nuestra
paz (Ef 2, 14). Quien
interioriza el misterio de
Cristo – y el Rosario tiende
precisamente a eso— aprende el
secreto de la paz y hace de ello
un proyecto de vida. Además,
debido a su carácter
meditativo,
con la serena sucesión del «Ave
María», el Rosario ejerce
sobre el orante una acción
pacificadora...».
«Además de oración por la
paz,
el Rosario es también, desde
siempre, una oración de la
familia y por la familia. Antes
esta oración era apreciada
particularmente por las familias
cristianas, y ciertamente
favorecía su comunión...
Muchos problemas de las familias
contemporáneas, especialmente
en las sociedades económicamente
más desarrolladas, derivan de
una creciente dificultad para
comunicarse. No se consigue
estar juntos y a veces los raros
momentos de reunión quedan
absorbidos por las imágenes de
un televisor. Volver a rezar el
Rosario en familia significa
introducir en la vida cotidiana
otras imágenes muy distintas,
las del misterio que salva: la
imagen del Redentor, la imagen
de su Madre santísima» (RV,
40, 41).
En 1712, Luis María redacta el Tratado
de la verdadera devoción a la
Santísima Virgen. En él
escribe: «He tomado la pluma
para escribir en papel lo que he
enseñado con frutos en público
y en especial en mis misiones
durante muchos años». En esas
páginas, el santo nos muestra
que la gracia del Bautismo
requiere una total consagración
a Jesucristo, que no conseguiría
ser perfecta sin una total
consagración a María. La
oposición jansenista impide que
el Padre Grignion de Montfort
publique su tratado, que no verá
la luz hasta 1843, es decir, más
de un siglo después de su
muerte.
«¡Vamos
al paraíso!»
Luis María siente gran
preocupación por la instrucción
de los niños, por eso crea
pequeñas escuelas gratuitas en
los pueblos. En 1715, consigue
poner a punto las Reglas de las
Hijas de la Sabiduría. En lo
referente a las misiones, son
cuatro los hermanos que le
ayudan, pero ningún sacerdote
le ha seguido de manera estable.
En una ocasión, al coincidir
con un joven sacerdote medio
paralítico, Renato Mulot, le
mira fijamente y le dice:
«Sígame». Sorprendido, aunque
seducido, el
Padre Mulot le sigue. Después
de la muerte de Luis María, el
Padre Mulot llegará a ser el
primer superior general de sus
familias religiosas. A
principios de abril de 1716,
Luis María se dirige a
Saint-Laurent-sur-Sèvre para
predicar en una misión. Como es
costumbre en él, pone todo su
empeño, pero las fuerzas le
abandonan y enseguida queda
agotado. Después de un último
sermón en el que habla de la
dulzura de Jesús, con una
entonación que conturba a su
auditorio, debe guardar cama y
recibe los últimos sacramentos.
Reuniendo las fuerzas que le
quedan, se pone a cantar:
«¡Vamos,
queridos amigos, vamos al
paraíso! ¡Aunque ganemos
aquí, más
vale estar allí!». En sus
manos sostiene un crucifijo y
una estatuilla de la Virgen. El
28 de abril, a la edad de
cuarenta y tres años, entrega
su alma a Dios.
Junto a san Luis María,
dirijamos nuestra mirada llena
de confianza hacia María
mientras rezamos el Rosario.
«Una
oración tan fácil, y al mismo
tiempo tan rica, merece de veras
ser de nuevo descubierta por la
comunidad cristiana – afirma
el Papa... Pienso en vosotros,
hermanos y hermanas de toda
condición, en vosotras,
familias cristianas, en
vosotros,
enfermos y ancianos, en
vosotros, jóvenes: tomad con confianza
entre las manos el rosario,
descubriéndolo de nuevo a la
luz de la Sagrada Escritura, en
armonía con la Liturgia y en el
contexto de la vida cotidiana»
(RV, 43).
Rezamos por usted, y por todas
sus intenciones, a la Reina del
Santísimo Rosario y a su
esposo,
san José.
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la
abadía, se puede consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
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