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AVE
MARIA
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
email : hispanizante@clairval.com
11 de junio de 2003
San Bernabé, apóstol
Estimadísimo Amigo de la Abadía San
José:
«La
fuerza de Europa no se halla ni en sus
armamentos ni en su ciencia, sino en su
religión...
Observad la religión cristiana, y cuando hayáis
captado su alma y su fuerza, tomadlas y entregádselas
a la China». Estas palabras, que dirigía el
diplomático chino Shu King-Shen a su discípulo
Lu Tseng-Tsiang, al principio de su carrera,
condujeron a éste a su consagración total a
Cristo en la vida monástica, con el nombre de
Padre Lu.
Lu Tseng-Tsiang nace en Shanghai el 12 de
junio de 1871. Su padre, Lu Yong-Fong, que
pertenece a una familia acomodada, contrae
matrimonio en 1854 con U Kin-Ling, fruto de
cuya unión nace una niña que fallece poco
tiempo después. La pareja tendrá que esperar
diecisiete años para tener un segundo hijo,
Tseng-Tsiang. Al dar a luz, su madre contrae
una hidropesía, que le provoca la muerte ocho
años más tarde.
Una etapa
Lu Yong-Fong, hombre religioso y
honrado, es catequista protestante. Todas las
mañanas, cuando se dirige al trabajo, reparte
folletos y también Biblias para la «London
Missionary Society». Su hijo recibe el
bautismo en este ambiente protestante, donde
experimenta por vez primera la caridad
cristiana. Para él, el protestantismo es una
etapa «sin la cual —según escribirá más
tarde— no creo que hubiera podido llegar al
catolicismo. Estoy profundamente agradecido de
la bondad de la que fui objeto por parte de
aquellos misioneros». De hecho, las
comunidades cristianas separadas de Roma, como
enseña el Concilio Vaticano II, padecen
deficiencias, pues se hallan privadas de la
unidad deseada por Cristo y no poseen la
plenitud de los recursos de la salvación. Sin
embargo, «no por ello carecen de significado
y de valor en el misterio de la salvación.
Efectivamente, el Espíritu de Cristo no elude
servirse de ellas como recursos de salvación,
pues su fuerza procede de la plenitud de
gracia y de verdad que le fue confiada a la
Iglesia católica» (Decreto sobre el
ecumenismo, 3).
Después de haber recibido una educación
privada sobre los clásicos chinos, a los
trece años y medio Lu Tseng-Tsiang ingresa en
la Escuela de Lenguas Extranjeras de Shanghai,
donde aprende sobre todo francés. A la edad
de 21 años, ingresa en una escuela de intérpretes
relacionada con el Ministerio de Asuntos
Exteriores. En 1893, se le destina como intérprete
a la legación de China de San Petesburgo (Rusia),
donde coincide con un maestro que le persuade
de seguir la carrera diplomática. Aquel
maestro, Shu King-Shen, está imbuído de la
sabiduría confucionista.
«La doctrina confucionista —escribirá el
Padre Lu en 1945— es esencialmente la
sabiduría tradicional de los antiguos reyes
que inauguraron la historia de la China, en el
tercer milenio antes de Jesucristo. Los
documentos de aquella sabiduría fueron
reanudados y publicados por Confucio en el
siglo vi antes de J.C., y constituyen nuestros
clásicos chinos. La China ha vivido y vive
todavía de esa filosofía y de esa educación,
a las que debe el equilibrio de su espíritu
político y de sus tradiciones de gobierno,
que se basan directamente en el principio de
la vida de familia...». Confucio (551-479
antes de J.C.) admitía la existencia de Dios,
Ser supremo, creía en una Providencia y en la
supervivencia del ama, si bien jamás dijo
nada sobre el destino de ésta después de la
muerte.
Devoción filial
Y el Padre Lu continúa diciendo: «A
nuestros padres debemos, mediante el acto
creador de Dios, todo lo que nos ha permitido
ser y convertirnos en personas humanas,
dotadas de la facultad de conocer, de juzgar y
de amar, y dotadas de libertad. Así pues, el
primero y el más perseverante de nuestros
deberes es el agradecimiento hacia nuestros
padres. Según había dispuesto la bondad de
Dios, toda la raza china ha conocido,
practicado y celebrado la devoción filial,
incluso antes de aquella remota época en que
Abraham, Isaac y Jacob fundaran el pueblo del
que Moisés había de ser legislador, algunos
siglos después, y del que había de nacer
Jesús...
Entre los Mandamientos de Dios, promulgados
por Moisés, el primero de los que atañen a
nuestros deberes para con nuestros semejantes
es precisamente el precepto de devoción
filial. Y el legislador hebreo relaciona
precisamente el cumplimiento de este precepto
con la promesa de la pervivencia sobre la
tierra: pervivencia de las familias, de la
sociedad y de la raza».
La Iglesia nos enseña en el Catecismo de
la Iglesia Católica que «El cuarto
mandamiento... indica el orden de la caridad.
Dios quiso que, después de Él, honrásemos a
nuestros padres, a los que debemos la vida...
Estamos obligados a honrar y respetar a todos
los que Dios, para nuestro bien, ha investido
de su autoridad» (CEC, 2197). Hay dos
motivos por los que nos sentimos inclinados a
venerar a alguien: la excelencia de esa
persona y los favores que de ella se reciben.
Por eso debemos venerar en primer lugar a Dios,
infinitamente perfecto y bienhechor universal.
En segundo lugar, debemos venerar a nuestros
padres y a quienes detentan legítimamente la
autoridad. A continuación vienen los demás
miembros de la familia y de la sociedad.
La devoción filial es ante todo un
sentimiento interior; no obstante, comporta
manifestaciones externas de respeto y
obediencia, como expresiones normales de la
dependencia. Esa devoción se extiende también
a la «patria», palabra que deriva de pater,
padre. La patria es una comunidad moral y cívica
formada por hombres unidos entre ellos por la
misma herencia de la sangre, de la tierra y de
la cultura. Más allá de un instinto de
arraigo, el patriotismo es una actitud de
inteligencia y de voluntad, un compromiso
respecto al patrimonio común, para
conservarlo, acrecentarlo, transmitirlo y
defenderlo. El patriotismo cristiano rechaza
el nacionalismo exagerado, cuya tendencia es
hacer del interés nacional un absoluto; la
deificación de la patria o del estado es una
teoría pagana. Al contrario, un patriotismo
sano se alía con la conciencia de la
solidaridad universal de los hombres entre
ellos, que no hay que confundir con ese falso
mundialismo que niega cualquier diferencia en
la comunidad humana, y por ende la patria.
También Jesucristo tuvo una patria (cf. Lc 4,
23-24).
¿Se puede
gobernar sin Dios?
«Mi vocación fue ser político —confesará
el Padre Lu. La filosofía política china se
planteó una pregunta muy profunda: ¿podríamos
gobernar al hombre si no sintiéramos
inclinación por estudiar cómo se ejerce, con
admirable providencia por parte del Creador,
el gobierno de los hombres? ¿Podríamos
realmente gobernar si no aspiráramos a
asimilar los principios y los métodos del
gobierno supremo de Dios, de tal suerte que
llegaran a ser nuestros y que pudiéramos ser
nosotros mismos los dignos representantes de
la autoridad del Creador...? A lo cual me
diréis:
«¡Eso es religión!». No lo niego, pero
respondo: «¡Eso es política!». Y es la única
política digna de llevar ese nombre. Es una
política superior y verdadera, en la que
cualquier hombre de gobierno tiene el riguroso
deber de iniciarse, como humilde discípulo».
A principios del siglo xx, en Pequín, el
poder de la dinastía Manchú se descompone
por el efecto del favoritismo y de la
incompetencia. El maestro de Lu Tseng-Tsiang,
el señor Shu, desea para su país un
rejuvenecimiento según el espíritu de los
fundadores de la civilización china. El
cristianismo, y en especial la Iglesia
Católica,
ha conseguido imponerse a su respetuosa
prevención; le asombra la existencia de un
gobierno espiritual mundial (el del Papa),
cuya antigüedad se remonta al Fundador de la
religión cristiana. «Observe las costumbres
de los funcionarios más distinguidos de los
países europeos —recomienda a su discípulo—,
y cuando llegue el momento prepárese a
substituir a los hombres de Pequín, a fin de
empezar en China una nueva construcción». En
Pequín, donde acaba de ser llamado como alto
funcionario de Asuntos Exteriores, el señor
Shu es víctima de su abnegación patriótica.
Por haber llamado la atención del gobierno
sobre las reformas que había que emprender
sin demora, es acusado, juzgado y decapitado
(1900), y, seis meses más tarde,
gloriosamente, pero inútilmente, rehabilitado.
«Para qué servir a un gobierno tan malo»
—se pregunta Lu. Pero, al considerar la
necesidad moral de permanecer fiel a la labor
de su maestro, escribe: «Cualquier duda ante
el deber es una retirada».
«¡Tengo las
maletas preparadas!»
El Cielo reconforta entonces al joven
diplomático con un sentimiento amoroso:
conoce, en San Petesburgo, a Berta Bovy, hija
y nieta de funcionarios belgas. La joven ha
recibido una esmerada educación con las
religiosas de la Providencia, y da clases de
francés en la alta sociedad rusa. La simpatía
reinante entre ambos jóvenes se transforma en
profundo amor, conduciéndolos al matrimonio.
En Bruselas, la familia Bovy no lo asimila:
«¡Un chino!». Y en la legación de China
tampoco llegan a entenderlo: «¡Está
haciendo añicos su carrera! Si persiste en
sus proyectos, no podrá seguir en la
legación.
— Ya lo he previsto... Tengo las maletas
preparadas». Pero el ministro no está
dispuesto a prescindir de los servicios de ese
preciado colaborador.
Pero el señor Lu ve más allá. Ha encontrado
y elegido a una europea de lengua francesa,
una católica, una mujer perspicaz, de elevado
valor moral y de tacto comedido, que además
no es nacional de una gran potencia, sino de
un país pequeño, lo que supone una gran
diferencia para un diplomático. La boda tiene
lugar en San Petesburgo, en febrero de 1899.
La unión conyugal es perfecta, pero, con gran
pesar por parte de los esposos, Dios no les
concede hijos. En el ambiente reconfortante
del hogar, el señor Lu medita acerca de lo
que da fuerza a Europa: la religión cristiana.
En sus escritos, podemos leer: «Observé y
consideré a la Santa Iglesia desde el punto
de vista del hombre de acción que va en busca
del bien, teniendo como regla un principio que
el propio Jesucristo nos dio: por sus frutos
los conoceréis (Mt 7, 20)... Reconocí la
clarísima superioridad de la Santa Iglesia
Romana, que posee un tesoro vivo: la vida
espiritual que brota del sacrificio de
Jesucristo en la cruz, vida manifestada y
dispensada a los fieles mediante los siete
sacramentos... Solamente el hecho de la Misa y
de los sacramentos incita ya a la observación,
a la reflexión y al respeto...
¿De qué modo el cristianismo, que se ha
desarrollado en el mundo occidental y que ha
penetrado en él hasta el punto de formar un
todo con él, ha podido seducir a un hombre de
Extremo Oriente?... La unidad, la
universalidad, la ambición desinteresada de
la Iglesia Católica están basados en el
origen de esa institución. Me gustaría decir
a mis compatriotas: leed el Evangelio, los
Hechos de los Apóstoles, las Epístolas; leed
la historia de las persecuciones de los
primeros siglos de la Iglesia y los actos de
los mártires; abordad todas las páginas de
la historia de la Iglesia. Apreciaréis de ese
modo un hecho social absolutamente superior y
único. Puede que sólo entonces os formuléis
la siguiente pregunta: «¿Se ha revelado el
Creador?»... ¿Cómo va a negarse la
autoridad civil a hacer lo posible para que
una institución de riqueza tan fecunda pueda
florecer en el seno de las naciones?».
Esas reflexiones del señor Lu están en
consonancia con las palabras pronunciadas por
el Papa Juan Pablo II el 23 de febrero de
2002: «Lo que más me preocupa de Europa es
que conserve y haga fructificar su herencia
cristiana... El viejo continente necesita a
Jesucristo para no perder su esencia, para no
perder lo que le hizo grande en el pasado y
que, todavía en la actualidad, provoca la
admiración de los demás pueblos. Porque los
grandes valores humanos de la dignidad y de la
inviolabilidad de la persona, de la libertad
de conciencia, de la dignidad del trabajo y de
quien lo ejerce, del derecho de cada cual a
una vida digna y segura, y por lo tanto a la
participación en los bienes de la tierra, que
Dios ha querido que sean compartidos entre
todos los hombres, se fueron afirmando en las
conciencias gracias al mensaje cristiano».
La influencia del
ejemplo
A principios de 1911, el señor Lu
confiesa lo siguiente a su esposa: «Prometí
que nuestros hijos serían católicos, pero
como no tenemos hijos ¿qué te parecería si
me hiciera católico?». Berta está encantada.
El 25 de octubre de 1911, el R. P. Lagrange,
que había bendecido su matrimonio doce años
antes, recibe oficialmente la profesión de fe
católica del diplomático. «Mi esposa nunca
me había planteado la cuestión religiosa,
contentándose con ser lo que era: una
verdadera cristiana. Aquella discreción me
animaba aún más a desear unirme a ella en la
Iglesia Católica, donde me habría negado a
entrar si ella me hubiera incitado a ello».
En aquella misma época, en China, la revolución
que conducía el Dr. Sun Yat-Sen progresa
rápidamente.
A principios de 1912, después de una
intervención personal del señor Lu, el
emperador abdica. El parlamento provisional
ofrece al diplomático la cartera de Asuntos
Exteriores. Esa fecha señala el principio de
un período de ocho años, durante los cuales,
en Pequín, ejerce las más altas
responsabilidades, entre ellas la de primer
ministro, y aprovecha para establecer
relaciones diplomáticas oficiales entre la
China y la Santa Sede.
«Hágase discípulo...»
En diciembre de 1920, el señor Lu se
retira definitivamente de la escena política.
Dos años más tarde, ante la necesidad de
regresar a Europa debido al estado de salud de
su esposa, se instalan en Locarno, en Suiza,
donde, poco tiempo después, ella contrae una
congestión. Enseguida resulta evidente que la
enfermedad será larga y sin esperanza de
cura. A la vez que cuida de su esposa, el señor
Lu se acuerda de la sugerencia que le hizo el
ministro Shu King-Shen treinta años atrás:
«Cuando haya terminado su carrera, elija la
sociedad más antigua de entre las de la
Iglesia a la que se haya adherido. Si puede,
ingrese en ella; hágase discípulo y observe
su vida interior, que debe ser su secreto...».
El señor Lu intenta que su esposa comprenda
el carácter mortal de su enfermedad.
Casualmente, por aquella época aparece el «Diario
de pensamientos de cada día» de Elisabeth
Leseur, publicado por el Padre Leseur, su
marido, quien, después del fallecimiento de
su mujer, se ha hecho dominico. El señor Lu y
su esposa lo leen juntos. «A modo de juego, a
veces llamaba a mi amada enferma con el nombre
de Elisabeth: «Eres una verdadera imitadora
de Elisabeth Leseur... No sé si algún día
podré llegar a ser un Padre Leseur...». Y
ella sonreía: «¿Por qué no? ¡Con la
gracia de Dios y tu buena voluntad!...». A
partir de aquella confidencia, cada uno de
nosotros se doblegó ante la vocación que
Dios le había claramente asignado». La señora
Lu fallece el 16 de abril de 1926.
Tras manifestar su deseo al confesor de su
esposa, el señor Lu es orientado hacia la
vida de oblato regular benedictino. El oblato
regular participa por completo en la vida de
la comunidad, pero no está atado a los votos
monásticos. El señor Lu se dirige a la abadía
de San Andrés de Brujas (Bélgica), donde el
abad le aconseja que se haga monje de pleno
derecho y que acceda después al sacerdocio;
en consecuencia, el 4 de octubre de 1927 es
investido del hábito benedictino con el
nombre de fray Pedro Celestino. En 1932 hace
profesión solemne, pero se siente extenuado
y, con el permiso del abad, renuncia a los
largos estudios necesarios para llegar a ser
sacerdote. Sin embargo, el 3 de mayo de 1933,
uno de sus amigos de Shanghai le visita y le
ofrece un cáliz, regalo de veinte de sus
antiguos colegas diplomáticos chinos, que no
son cristianos. «¡Pero, si he renunciado a
ser sacerdote! — Nos sentiremos
decepcionados, contesta su amigo».
Reconociendo en ello la mano de Dios, se
entrega a sus estudios, no por él sino por la
Iglesia y por su país, recibiendo la ordenación
sacerdotal el 29 de junio de 1935.
No obstante, la idea de celebrar todos los días
el Santo Sacrificio de la Misa le espanta:
«¡Atreverme cada día a acercarme al
Todopoderoso!... Me moriría...». Pero, tras
una enfermedad que le mueve a reflexionar, el
Padre Lu confiesa lo siguiente: «Nuestro
padre san Benito dice en la Regla que Dios es
un Maestro y un Padre. He tenido en cuenta que
es Maestro, pero he olvidado que es Padre.
Durante esta enfermedad, el Señor ha tenido a
bien iluminarme. Puesto que ofrezco la Misa a
Dios nuestro Padre, ¡ya no tendré miedo de
celebrar!». Los monjes deben recordar —según
dice al respecto san Benito al citar a san
Pablo— que han recibido el espíritu de
adopción filial que nos permite clamar:
¡Abba!,
es decir, ¡Padre! (Rm 8, 15; cf. Regla, cap.
2).
El señor Lu había ingresado en un monasterio
benedictino de Bélgica, la patria de su
esposa, con objeto de abrir una nueva avenida
para su pueblo, uniéndolo a la Iglesia
fundada por el Hijo de Dios hecho hombre. La
especial importancia de su carrera y de su
vocación induce al Papa Pío XII a
concederle,
el 19 de mayo de 1946, la dignidad abacial, a
título honorífico. Esta dignidad es símbolo
de un apostolado más intenso. En opinión del
Padre Lu, Oriente sufre porque, en gran parte,
todavía no ha conocido al Mesías, y
Occidente sufre porque, a pesar de haberlo
conocido, muchos se han alejado de Él. Y
escribe: «El problema de las relaciones
internacionales no es ante todo de orden
político,
sino que es sobre todo de tipo intelectual y
moral. En lo esencial, se trata de un problema
de relaciones y de separaciones que establecen
entre los hombres la similitud o la diferencia
de sus civilizaciones». Por ese motivo, se
entrega a las obras que favorecen el encuentro
entre las culturas cristiana y china.
Encuentro entre
Oriente y Occidente
Con motivo de su ordenación
sacerdotal, sus amigos diplomáticos chinos le
habían dirigido estas palabras de homenaje:
«El señor Lu conoce la moral china y, ahora,
se convierte en sacerdote en Occidente. En él
realizará la fusión entre Oriente y
Occidente en el ámbito moral. Demostrará que
en Occidente, al igual que en China, la
civilización material no impera sobre la
civilización espiritual. Y en ese sentido,
trabajará también por la propagación de la
justicia y de la paz en su país». Ese
mensaje concuerda con las palabras que el
Santo Padre pronunció en Polonia el 3 de
junio de 1997: «No habrá unidad europea
mientras ésta no se base en la unidad de
espíritu...
Los cimientos de la identidad europea se
construyeron sobre el cristianismo, y sus
carencias actuales de unidad espiritual se
deben principalmente a la crisis de esa
conciencia cristiana. Porque sin Cristo no es
posible construir una unidad duradera. ¿Cómo
construir una «casa común» para Europa si
no se hace con los ladrillos de las
conciencias de los hombres, cocidos al fuego
del Evangelio y unidos mediante el vínculo de
un amor solidario, fruto del amor de Dios?».
A finales de 1948, una grave enfermedad hace
temer lo peor para el Padre Lu. Poco antes de
morir, dice: «Sólo me quedan unas horas...
para ver a Nuestro Señor. ¡Ver a Nuestro
Señor! ¡Qué felicidad!». Su confesor le
sugiere:
«Ha llegado la hora de ofrecer su sufrimiento
junto a Jesús en la cruz»; y él asiente con
la cabeza, como postrera manifestación de su
pensamiento antes de una larga agonía. El 15
de febrero de 1949, a las 11.50h, el mismo día
y la misma hora del vigésimo aniversario de
su profesión religiosa, a la edad de 78
años,
entrega su último suspiro. Pero para los que
aman a Dios la muerte no existe: se trata
solamente de un paso de la vida aquí en la
tierra a la vida eterna.
En las páginas de su libro póstumo, que dejó
simplemente mecanografiado, titulado «El
encuentro de las humanidades y el
descubrimiento del Evangelio», podemos leer
el siguiente pasaje, en el cual la devoción
filial tan estimada por Confucio se presenta
enormemente ensalzada por las percepciones de
la fe: «Llegada la hora del supremo suplicio,
la fuerza interior de Jesús se manifestó con
magnanimidad en su devoción filial por su
Padre, así como por la Virgen, que lo había
llevado en su seno y de la que seguía siendo
Hijo. El testamento mediante el cual confió a
su madre al discípulo amado es un testamento
de devoción filial. ¿Cómo no va a
considerar María hijos suyos a quienes son
regenerados por la sangre de su Hijo?».
Que la Virgen nos conceda, también a
nosotros,
la gracia de una actitud filial para con
nuestro Padre del Cielo. Esa actitud quedará
de manifiesto mediante una justa veneración
hacia los mayores y los superiores, y será
fuente de bendiciones divinas, según la
promesa que Dios hizo a Moisés: «Honra a tu
padre y a tu madre... para que vivas largo
tiempo y te vaya bien en la tierra que el
Señor,
tu Dios, te ha de dar» (Dt 5, 16).
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la abadía, se
puede consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm |
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