|
.. |
AVE
MARIA
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
email : hispanizante@clairval.com
2 de abril de 2003
San Francisco de Paula
Estimadísimo Amigo de la Abadía San
José:
«Desprovisto
de todo, excepto de una gran confianza en Dios».
Así resumía el Papa Juan Pablo II el retrato
moral de fray Andrés Bessette con motivo de
su beatificación, el 23 de mayo de 1982. El
Santo Padre añadía: «Dios tuvo a bien dotar
a ese hombre sencillo de un atractivo y de un
poder maravillosos, ya que él mismo conoció
en sus carnes la miseria de ser huérfano
entre diez hermanos y hermanas, de quedarse
sin dinero, sin educación, con una salud
mediocre... Por eso no resulta sorprendente
que se sintiera próximo a san José, el
trabajador pobre y exilado, tan familiar para
el Salvador... Al recurrir a san José, así
como ante el Santísimo, practicaba él mismo,
ampliamente y con fervor, en nombre de los
enfermos, la plegaria que les enseñaba».
Alfredo Bessette nació el 9 de agosto de 1845
en Saint-Grégoire d'Iberville, cerca de
Montreal (Canadá). Era un niño enclenque que
pudo subsistir gracias a los cuidados de su
madre. Sus padres eran personas muy sencillas,
desprovistas de bienes terrenales pero ricos
en virtudes. El señor Bessette, carpintero de
oficio, era un trabajador incansable, pero
muere muy pronto, al ser aplastado por un árbol
que estaba cortando. Deja viuda y diez hijos,
que viven en una cabaña de madera de unos
siete por cinco metros. Aunque en un primer
momento se siente abatida, no por ello la
madre cae en el desaliento, sino que, apoyada
por sus hermanos y hermanas, se dedica a
educar a sus hijos. El alma de Alfredo se
desarrolla en el contacto con aquella abnegada
y amorosa madre, que con tanta dulzura y fe
habla de Jesús, de María y de José. Pero el
niño sólo tiene doce años cuando fallece la
madre, agotada de vigilias y de fatigas y
minada por la tuberculosis. Alfredo es acogido
entonces por su tío y su tía Nadeau, que
enseguida lo consideran como su propio hijo.
Él, por su parte, demuestra su agradecimiento
mediante una actitud de obediencia y de afecto.
El sacerdote del lugar, el párroco Provençal,
se percata de su pureza de sentimientos y de
su caridad tan poco común; le toma un
especial afecto y le prepara cuidadosamente
para la primera comunión, enseñándole a
invocar a san José, patrono de Canadá.
Pero el matrimonio Nadeau es pobre, de modo
que, para ganarse la vida, Alfredo se pone a
trabajar en casa de un zapatero. Tras contraer
allí una enfermedad del estómago que le
durará toda la vida, se pone al servicio de
un agricultor, el señor Ouimet. Entonces
empieza a imponerse una norma de vida
espiritual, consistente en levantarse muy
temprano para hacer el vía crucis y orar
durante largo rato, en rezar el rosario varias
veces al día, en conversar a menudo con san
José, confiándole sus trabajos, sus penas y
sus alegrías, y en entregarse a la penitencia.
Tras la muerte del señor Ouimet, Alfredo es
aceptado como aprendiz en casa de un herrero,
con quien, a pesar de su precaria salud,
consigue gran habilidad en el oficio. A la
edad de veinte años, el joven viaja a los
Estados Unidos y encuentra un puesto de
trabajo en una hilandería. Dedicado por
completo a su trabajo y servicial con todos,
su conducta moral es irreprochable, a pesar
del ambiente deletéreo del taller. Pero el régimen
de la industria perjudica su salud y se ve
obligado a abandonar la hilandería y a entrar
en una granja, dónde de nuevo encuentra el
trabajo al aire libre. Sin embargo, después
de haber recobrado sus fuerzas, se coloca de
nuevo en una hilandería.
«¡Está decidido!»
Durante aquellos años inestables en
los Estados Unidos, Alfredo siente nostalgia
por su país natal y mantiene contactos con el
padre Provençal. En julio de 1869 recibe de
él una carta que le conturba: el párroco le
propone que ingrese en la vida religiosa, como
un simple fraile. En realidad, la vida
religiosa le atrae, pero no está seguro de
que su salud le permita ser aceptado y
perseverar. ¡Lo cierto es que no ha podido
estabilizarse en ninguna parte! Durante seis
meses, reza a san José para que le ilumine.
Finalmente, un domingo de diciembre, el joven
regresa a Saint-Césaire y va directamente al
presbiterio, donde el viejo sacerdote le
recibe con los brazos abiertos: «¿Te lo has
pensado bien, Alfredo? — Señor cura, está
decidido, seré religioso». Y ambos dirigen
una fervorosa plegaria de agradecimiento a san
José.
En el otoño de 1870, Alfredo se dirige al
Noviciado de la Congregación de la Santa Cruz
de Montreal. Ese instituto, entonces de
reciente creación, debe su origen a un
sacerdote de la diócesis de Le Mans
(Francia), el padre Moreau, y cuenta entre sus
miembros con sacerdotes y frailes, misioneros
y docentes. Alfredo es acogido con gran bondad
por el padre superior, a quien el padre Provençal
había escrito en estos términos: «Le envío
un santo para su comunidad». Al estar
familiarizado con todo tipo de trabajos, el
joven cumple de buen grado las diferentes
tareas que se le encomiendan, en unión con
Jesús de Nazaret y bajo la mirada de san José.
El 27 de diciembre recibe el hábito y toma el
nombre de fray Andrés, en memoria del padre
Andrés Provençal. El nuevo fraile es
nombrado portero del colegio que se encuentra
junto al Noviciado.
Pero su salud se muestra tan precaria que sus
superiores hablan de no admitirlo a la profesión
religiosa. Un día en que monseñor Bourget,
obispo de Montreal, visita el colegio, fray
Andrés se arroja a sus pies para suplicarle
que interceda para que le permitan profesar
los votos. Le revela con sencillez su deseo de
servir a Dios y a sus hermanos en las tareas
oscuras y le habla de su especial devoción
por san José, en honor de quien le gustaría
construir un santuario en lo alto de una
colina próxima. El prelado, que acaricia
también en secreto la posibilidad de edificar
una iglesia monumental para san José,
responde con bondad: «No temas, serás
admitido a la profesión». De ese modo, ante
la sorpresa de sus hermanos de religión, que
lo consideran un simple, hace profesión el 28
de diciembre de 1871.
Dejado en la
puerta
Una vez admitido oficialmente en la
congregación, fray Andrés continúa
sirviendo como portero del Colegio de Nuestra
Señora, cerca de Mont-Royal. Al final de su
vida, dirá con humor: «Al acabar el
noviciado, los superiores me dejaron en la
puerta... Allí me quedé cuarenta años, sin
irme». La mayor parte de sus jornadas las
pasa en una consergería estrecha, con una
mesa, algunas sillas y un banco como único
mobiliario. Siempre está allí, atento a las
necesidades de todos, sonriente y servicial.
Pero su tarea no resulta fácil. Están
llamando a la puerta continuamente y el fraile
recibe a los visitantes, los acompaña hasta
el locutorio, corre luego a buscar al
religioso o al alumno correspondiente. A veces
le tratan con aspereza, pues el religioso al
que buscan no está disponible, y en ocasiones
la visita se va dando un portazo. Semejantes
disgustos le producen a veces impaciencias, de
las que se arrepiente enseguida amargamente.
Durante la noche, cuando cesa el ajetreo, se
dedica al penoso trabajo de mantenimiento del
suelo de los locutorios y de los pasillos.
Hasta bien tarde está arrodillado, lavando,
encerando y sacando brillo, a la luz de una
vela. Una vez terminado el trabajo, se cuela
en la capilla y cae de rodillas ante la
estatua de san José, y después, delante del
altar, se entrega a una extensa plegaria.
Fray Andrés ejerce también las tareas de
lavandería, así como de enfermero y de
peluquero, y además tiene tiempo de conversar
amistosamente con los alumnos, ayudándoles en
su vida espiritual. Cuando alguna vez consigue
que le sustituyan en la portería, su mayor
alegría consiste en trepar por entre las
zarzas hacia la cercana colina de Mont-Royal,
donde, en medio de una profunda oración, se
entrega en lo más hondo de su corazón a un
diálogo secreto con san José. Después de
bajar del montículo, reanuda su trabajo con
gran fidelidad a su deber de estado, como si
nada. Su humildad consiste en aceptar estar
donde Dios lo ha situado, cumpliendo con su
banal tarea, a imitación de san José.
«San José –decía el papa Pablo VI– se
nos presenta bajo las apariencias más
insospechadas. Podríamos imaginárnoslo como
un hombre poderoso o como un profeta... Pero
no, se trata de alguien de lo más normal,
modesto y humilde... Nos encontramos en el
umbral de una paupérrima tienda artesanal de
Nazaret. Estamos ante José, que si bien es
verdad que pertenece al linaje de David, ello
no supone ningún título ni motivo de
gloria... Sin embargo, en nuestro humilde y
modesto personaje podemos adivinar una
asombrosa docilidad, una prontitud
extraordinaria de obediencia y de ejecución.
Él no discute, no duda, no esgrime derechos o
aspiraciones... Su cometido consiste en educar
al Mesías para el trabajo y para las
experiencias de la vida. Él lo protegerá y
tendrá la sublime prerrogativa –nada menos–
que de tener que guiar, dirigir y ayudar al
Redentor del mundo... ».
«De ese modo, los grandes designios de Dios,
las empresas providenciales que el Señor
propone a los destinos de los hombres pueden
coexistir con las condiciones más habituales
de la vida y apoyarse en ellas. Nadie queda
excluido de la posibilidad de cumplir, y a la
perfección, el anhelo divino... Ninguna vida
resulta banal, mezquina, despreciable u
olvidada. Por el hecho mismo de respirar y de
movernos en el mundo, somos seres
predestinados a algo grande: al Reino de Dios,
a las invitaciones de Dios, a la conversación
con Él, a la vida y a la sublimación con Él,
hasta hacernos «partícipes de la naturaleza
divina» (cf. 2 P 1, 4)... Quien sabe cumplir
con los deberes de su estado, confiere a toda
su actividad una grandeza incomparable» (19
de marzo de 1968).
Vida ordinaria
pero favor extraordinario
Aquí en la tierra San José llevó una
vida de lo más ordinaria, pero, ya en el
Cielo, consigue gracias abundantes para
quienes confían en él. Después de unos
quince años de vida religiosa oscura y
laboriosa, fray Andrés recibe del padre
putativo de Jesús la gracia de hacer milagros.
La divina Sabiduría se complace de ese modo
en dejar constancia de una parte de su poder a
un instrumento humilde y dócil, para el mayor
beneficio de los hombres. Consciente de su
debilidad, fray Andrés, lejos de
vanagloriarse del don recibido, repite sin
cesar que no es sino el agente de san José, sólo
eso. «Lo que yo pueda hacer de prodigioso —asegura—
es un simple favor que Dios concede para que
el mundo abra los ojos. ¡Pero, por desgracia,
el mundo permanece ciego!».
Una noche, mientras se encuentra junto a un
alumno enfermo de difteria, fray Andrés
recibe una inspiración: sin hacer ruido, baja
hasta la capilla, toma una medalla de san José
y vuelve a subir. «Hermano, ¿por qué me ha
dejado solo? Estoy sufriendo mucho. — Ya no
vas a sufrir más», contesta el religioso
mientras se pone a frotar con la medalla el
cuello del joven, a la vez que reza a san José.
Después, el enfermo se adormece. Al alba, se
despierta y exclama: «¡Hermano, estoy curado!».
Efectivamente, durante la mañana se dan
cuenta de que no queda rastro de la enfermedad.
Algún tiempo después, fray Andrés visita al
procurador del colegio, quien le dice: «Hace
ya un mes que tengo una herida en la pierna
que no consigue curarse. La llaga tiene mal
aspecto, y estoy preocupado al pensar en todo
el trabajo que me queda por hacer en el
despacho. — Haga una novena al padre
adoptivo del Divino Maestro; sólo nueve días
nos separan de su festividad. — O sea, que
espera usted un milagro. — ¡Pues claro!».
Llegado el día de san José, la llaga ha
desaparecido por completo; ante el asombro de
todos, el procurador baja a la capilla.
¡Déjelo actuar!
La noticia de los primeros milagros de
fray Andrés se difunde por toda la ciudad, y
los enfermos empiezan a acudir con la
esperanza de ser curados. La afluencia alcanza
enseguida tales dimensiones que el superior se
conmueve y asigna a fray Andrés un local
abandonado y miserable para que pueda
recibirlos. Pero, deseoso de que esa acogida
de enfermos cese, acude a hablar con el obispo
de Montreal. El prelado le pregunta: «Si le
dijera a fray Andrés que dejara de recibir a
los enfermos, ¿cree que lo haría? – ¡Desde
luego! – Entonces, déjelo actuar. Si la
obra que está llevando a cabo procede de Dios,
seguirá progresando; en caso contrario, ella
misma se desmoronará». Así pues, el desfile
de enfermos continúa. Si bien cura los
cuerpos, el fraile pone cuidado sobre todo en
la salvación de las almas. A un enfermo que
acude a verlo, le dice: «Si quiere que san
José le cure, abandone a la mujer con quien
vive en fornicación y vuelva a visitarme». Y
a otro, le dice: «Vaya a confesarse y empiece
una novena a san José. – ¿A confesarme? ¡Si
hace veinte años que no lo hago! ¡Le prometo
que me confesaré!». Y la curación se
produce enseguida.
A pesar de los dones extraordinarios y de su
buen humor habitual, fray Andrés posee un
temperamento nervioso e irascible. En
ocasiones se deja llevar por los arrebatos y
despide a los visitantes con frases
desconsideradas o con comentarios ásperos,
sobre todo si le tratan como a un santo, o en
sus relaciones con enfermos irreligiosos o de
malas costumbres. Una tarde, alguien le
comenta: «San José está sordo ante nuestras
plegarias. Al menos usted nos concede todo
tipo de favores. — ¿Cómo se atreve a
pronunciar palabras tan ofensivas hacia san
José?», replica con gran disgusto; y en
medio de los excesos de su indignación,
desaparece del lugar y se va a acostarse.
Consciente de sus imperfecciones, acostumbra a
pedir a sus amigos: «¡Rezad por mi
conversión!».
En efecto, los santos deben luchar sin
descanso contra las imperfecciones de su
naturaleza, y es precisamente esa lucha en
todo momento lo que caracteriza la santidad.
El jueves, fray Andrés se lleva consigo a
algunos alumnos, e incluso a profesores, a
Mont-Royal. Poco a poco, va tomando cuerpo el
proyecto de edificar un oratorio en la ladera
de la montaña. En julio de 1896, se adquieren
los terrenos y es colocada una estatua de san
José en la cavidad de una roca, donde,
mientras dure el buen tiempo, fray Andrés
recibirá en adelante a los enfermos. Muy
pronto se eleva una capilla: «el Oratorio».
En la época de las vacaciones, fray Andrés
está siempre allí, llegando muy temprano y
no regresando hasta la noche, ya que sus
superiores le dejan ahora total libertad de
acción.
Un vil instrumento
A partir de 1908, fray Andrés vive
permanentemente en el Oratorio, instalado en
lo alto de la capilla, donde le han
acondicionado una habitación y un despacho
caldeados por una estufa. Allí recibe a toda
clase de personas, incluso a altos dignatarios
de la Iglesia, que acuden a pedirle su
intercesión. «No tengo poder alguno —les
dice el humilde fraile. Nada de lo que hago en
las curaciones procede de mí, sino que todo
viene de san José, que consigue esas gracias
excepcionales de Dios. Soy únicamente un vil
instrumento del que se sirve el patrono de la
Iglesia para realizar prodigios, para suscitar
conversiones y progresos en la perfección
cristiana». Más que las curaciones, lo que
le importa es la repercusión espiritual de
los milagros en las almas. Todos los días está
al acecho para arrancarle pecadores al
demonio,
pero éste no se priva en absoluto de hacerle
notar su presencia, turbando en más de una
ocasión al fraile mediante ruidos de vajilla
rota; y también a veces se oye a fray
Andrés,
cuando está solo en su habitación, expresándose
con vehemencia contra un personaje misterioso.
En 1912, como quiera que algunas
peregrinaciones consiguen reunir a más de
diez mil personas, se toma la decisión de
ampliar la capilla, y muy pronto el arzobispo
de Montreal considera la posibilidad de
construir una basílica en honor de san José.
Fray Andrés está lleno de gozo. En primer
lugar se construye una cripta espaciosa, cerca
de la cual se habilita un convento para los
religiosos de «Santa Cruz», que se encargarán
del servicio del santuario. Existen además
amplias terrazas y jardines que permiten
recibir a las multitudes. Fray Andrés prevé
un gran movimiento de adoración de Dios, así
como la conversión en masa de los pecadores,
pero todavía queda pendiente conseguir el
dinero necesario para la construcción de la
basílica. Para lograr ese objetivo, se crea
una revista, «Los Anales de san José», y
después una «Cofradía de san José», que
enseguida consigue reunir a más de treinta
mil afiliados; finalmente, un grupo de adeptos
se dedica a cosechar fondos en los Estados
Unidos.
En 1924, empiezan a levantarse hacia el cielo
los pesados pilares de una basílica de
arquitectura neoclásica, y hasta 1930 los
trabajos se suceden sin descanso. Pero la
muerte del arquitecto y la falta de fondos
interrumpen durante varios años la
construcción,
con gran pesadumbre por parte de fray Andrés.
Sin embargo, el humilde fraile no pierde la
confianza. Todos los años, él mismo emprende
una gira de recolecta por los Estados Unidos.
Esos viajes, en los que debe aparecer en público
ante multitudes entusiasmadas y sufrir el
acoso de los periodistas y de los fotógrafos,
le resultan penosos en extremo. Pero él los
aborda por la gloria de Dios y la salvación
de las almas, y la generosidad de los
norteamericanos le conmueve profundamente. Las
curaciones se multiplican, y fray Andrés
solamente exige a quienes se acercan a él una
enorme confianza en Dios y una total sumisión
a su voluntad.
Ese excepcional anciano de casi noventa años
sorprende por la juventud de su corazón. «Nos
imaginamos la fe cristiana como algo muy viejo
—afirma. Pero se trata de un error, ¡es
completamente joven!». En efecto, para Dios
y, por tanto, para Nuestro Señor Jesucristo,
todo está presente. Esa verdad influye
profundamente en la oración y en la
contemplación de fray Andrés. Según la
recomendación de san Ignacio en las
contemplaciones de sus Ejercicios
Espirituales,
él se imagina las escenas de la vida de Jesús
como si estuviera allí en realidad. De ese
modo, cuando pasa su vía crucis (lo que le
ocurre con frecuencia), sigue a Cristo como si
asistiera personalmente a la Pasión,
convencido de que sus arrebatos de amor
alivian verdaderamente los sufrimientos del
Salvador. Ocurre de igual modo cuando habla
con san José, imaginando que trabaja junto a
él en el taller de Nazaret, o cerca de la
Santísima Virgen. Esas contemplaciones
vivientes aumentan su amor a Dios y su caridad
para con el prójimo.
Pero la gran pesadumbre de fray Andrés
procede de la interrupción de los trabajos de
la basílica. A principios de 1936, durante la
reunión del consejo de la capilla de
Mont-Royal, exclama: «Vayamos a llevar de
inmediato la estatua de san José al ábside
de la basílica y nuestro santo patrono se
encargará de cubrirla con la cúpula». Dicho
y hecho. Poco tiempo después se pide un
préstamo,
cubierto rápidamente por las donaciones, y
los trabajos se reanudan. «La continuación
de los trabajos está asegurada —dice fray
Andrés. Ahora resulto inútil; es hora de
irme». Es ya un venerable nonagenario,
agotado por el trabajo; siente cómo le
abandonan sus fuerzas, y ya sólo recibe a los
enfermos dos días a la semana.
¡Si las personas
amaran al Señor...!
Durante la velada de la celebración de
Navidad le dice a un amigo: «Seguramente es
mi última Navidad. – ¡Pero el Oratorio aún
le necesita! – No está prohibido desear la
muerte cuando es por deseo de ver el Cielo...
Cuando alguien hace el bien en la tierra, eso
no es nada comparable con lo que podrá hacer
una vez se encuentre en el Cielo». Poco
tiempo después contrae una gastritis aguda y
es hospitalizado. La terminación de la basílica
ocupa sus pensamientos, pues es consciente del
bien que está realizando san José en
Mont-Royal: «No sabe usted lo que el Señor
está haciendo en el Oratorio —dice a su
superior. ¡Cuánta desgracia hay en el
mundo!...
Fui llamado para ver eso... Si las personas
amaran al Señor, nunca pecarían, y todo sería
perfecto si amaran al Señor como Él las
ama».
El miércoles 6 de enero de 1937, entrega su
alma a Dios y entra en la verdadera vida. La
noticia se difunde enseguida por Canadá y
América,
llegando de todas partes testimonios de
simpatía.
Aquel humilde fray Andrés conoce un verdadero
triunfo, pálido reflejo no obstante de su
gloria en el Cielo, donde, junto a san José,
intercede poderosamente por la Iglesia y por
cada uno de los fieles. Porque san José es,
en efecto, el «Protector de la Santa
Iglesia». «Resulta lógico y necesario –decía Juan
Pablo II el 19 de marzo de 1993– que aquel a
quien el Padre eterno confió a su Hijo,
extienda igualmente su protección sobre el
Cuerpo de Cristo, que –según la enseñanza
del apóstol Pablo– es la Iglesia. Hoy en
día,
la comunidad de los creyentes, diseminada por
todo el mundo, pone su confianza en san José
y encomienda a su poderoso patrocinio sus
necesidades en el difícil momento actual de
la historia».
Aprendamos de san José y del beato fray Andrés
el amor por la oración. ¿«La confianza de
fray Andrés en la virtud de la oración acaso
no es una de las indicaciones más preciadas
para los hombres y las mujeres de nuestro
tiempo, que intentan resolver sus problemas
sin tener en cuenta a Dios»? —preguntaba el
Papa cuando la beatificación de fray Andrés.
¡Que éste obtenga para nosotros la gracia de
rezar con amor y confianza todos los días de
nuestra vida!
Dom
Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la abadía, se
puede consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
|
|