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27 de febrero de 2003
San
Gabriel de la Dolorosa
Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:
Un error, «hoy ampliamente extendido, es el olvido de
esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e
impuesta tanto por la comunidad de origen y la
igualdad de la naturaleza racional en todos los
hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca,
como por el sacrificio de redención ofrecido por
Jesucristo en el altar de la Cruz a su Padre, en favor
de la humanidad pecadora» (Pío XII, Encíclica Summi
pontificatus). Por lo tanto, es necesario y
urgente desarrollar esa caridad social, que es una
exigencia de la fraternidad humana y cristiana. En
particular, «los problemas socio-económicos sólo
pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas
de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí,
de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre
sí,
de los empresarios y los empleados, solidaridad entre
las naciones y entre los pueblos. La solidaridad
internacional es una exigencia del orden moral. En
buena medida, la paz del mundo depende de ella (Catecismo
de la Iglesia Católica, CEC, 1939-1941).
El 1 de octubre de 2000, el Papa canonizó a Katharine
(Catalina) Drexel, una valerosa mujer norteamericana.
Porque buscó ante todo el Reino de Dios y su justicia,
supo comprender la importancia de la solidaridad y
contribuir, de ese modo, al desarrollo y a la paz
social.
Amasar un sólido capital
Catalina María Drexel viene al mundo el 26 de
noviembre de 1858 en Filadelfia, Pensilvania (al este
de los Estados Unidos). Su padre, Francis, posee junto
con sus dos hermanos un consorcio bancario
internacional que comprende sociedades en Nueva York y
en Londres. Su madre, Hannah, fallece cuatro semanas
después de su nacimiento, dejando dos hijas:
Elisabeth y Catalina. Francis contrae un segundo
matrimonio con Emma Bouvier y, de esa unión, nacerá
Luisa. Los Drexel, miembros de la alta sociedad de
Filadelfia, son muy generosos y aportan copiosas
contribuciones a las obras caritativas. Francis, sin
que lo sepa su entorno, se esfuerza en ayudar a los
menesterosos. Sobre todo, intenta conocer y amparar a
los sacerdotes inmigrados que han acudido a servir a
sus compatriotas desprotegidos. Diariamente, cuando
regresa de su trabajo, permanece un buen rato solo en
su habitación rezando. Con la finalidad de que sus
hijas entren en contacto con los pobres, Emma les abre
las puertas de su casa tres veces a la semana. Ambos
esposos están persuadidos de que sus riquezas
pertenecen a Dios y de que deben utilizarlas para
ayudar a los pobres. Aplican al pie letra el consejo
de san Pablo: A los ricos de este mundo recomiéndales
que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo
inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee
espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que
practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras,
que den con generosidad y con liberalidad; de esta
forma irán atesorando para el futuro un excelente
fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera
(I Tm 6, 17-19). La familia se reúne diariamente para
rezar y cada mañana asisten juntos a la Santa Misa.
Emma proporciona a sus hijas una formación humana
completa: literatura, matemáticas, filosofía, arte,
música e idiomas. El bienestar económico no dispensa
a sus hijas de aprender a cocinar y a cortar sus
propios vestidos.
Los frecuentes viajes a Europa, a causa de los
intereses bancarios de su padre, ofrecen a Catalina y
a sus hermanas la oportunidad de visitar las
maravillas y los lugares famosos del viejo continente.
Catalina, siempre alegre y dispuesta a viajar, juzga
cada cosa por su justo valor, gracias a un profundo
sentido religioso. Las galerías, los palacios y las
obras de arte que pueden verse en las ciudades
europeas le producen un sentimiento de insatisfacción.
Ningún paraje, ninguna grandeza cultural puede
satisfacer los ardientes deseos de su corazón.
Porque, como escribió santo Tomás de Aquino, «Sólo
Dios sacia» (Comentario del Credo).
Efectivamente, todos los hombres tienen el deseo de la
felicidad, y así lo anota san Agustín: «Ciertamente
todos nosotros queremos vivir felices, y en el género
humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta
proposición incluso antes de que sea plenamente
enunciada». Pero este deseo es de origen divino; Dios
lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de
atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.
Pues, «Dios nos llama a su propia bienaventuranza...
Nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y
amarle, y así ir al cielo» (CEC, 1718-1721).
En 1879, Emma cae enferma. Catalina, de 21 años de
edad, la cuida con ternura durante los tres años que
dura su enfermedad. El contacto con el sufrimiento
purifica su mirada, que ya es lúcida, sobre la vida.
Se da cuenta de que la riqueza es la gran divinidad
del día, y que nada en la inmensa fortuna de los
Drexel puede suprimir el sufrimiento o impedir la
muerte de Emma. Catalina se plantea la cuestión del
verdadero significado de las riquezas y de los
honores, y, reflexionando seriamente sobre el sentido
de la existencia, comprende que «la verdadera dicha
no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la
gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana,
por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y
las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios,
fuente de todo bien y de todo amor» (CEC,
1723).
Dad gratuitamente
Emma muere en enero de 1883. Con el fin de
distraer a sus hijas, el señor Drexel decide realizar
con ellas un nuevo viaje por Europa. El 18 de
noviembre de 1883, en la basílica de san Marcos de
Venecia, Catalina percibe un cuadro de la Virgen y oye
cómo ésta le dice: De gracia lo recibisteis;
dadlo de gracia. Catalina reconoce inmediatamente
el pasaje del Evangelio (Mt 10, 8) que tan
profundamente influyó en san Francisco de Asís. En
efecto, la joven siente una gran devoción por este
santo, con quien comparte el amor por la naturaleza y
el celo por los pobres. Las palabras que ha oído se
le manifiestan como una orientación hacia su futuro,
aunque no comprenda todavía cómo habrá que «dar».
Después de otro viaje, esta vez hacia el lejano oeste
americano, en el que Catalina tiene sus primeros
contactos con la vida de los indios y en el que ofrece
sus primeras donaciones para las misiones, una nueva
prueba golpea a la familia Drexel. El padre, Francis,
muere el 15 de febrero de 1885, dejando a sus tres
hijas herederas de una inmensa fortuna.
La salud de Catalina queda destrozada por la muerte de
sus padres, y, para restablecerla, sus hermanas le
proponen una estancia en el balneario de Schwalbach,
en Alemania. Aprovechan esa estancia en Europa para
reclutar sacerdotes y religiosas en favor de las
misiones indias en los Estados Unidos y acuden a Roma,
donde, en enero de 1887, son recibidas en audiencia
privada por el papa León XIII. Cuando Catalina
suplica al Santo Padre que envíe misioneros para los
indios, recibe una inesperada respuesta. «Hija mía,
¿por qué no te haces tú misma misionera? —
Santidad, responde ella, no he pedido religiosas; he
pedido sacerdotes». Catalina no ha comprendido muy
bien el significado de la pregunta del Papa, pero la
inquietud que la oprime desde hace tiempo alcanza su
paroxismo: desde que tenía catorce años, experimenta
una persistente atracción por la vida religiosa.
Incluso lo comentó a menudo con su madrastra sin
recibir ningún aliento por parte de ella. La vocación
religiosa de clausura, sí, pero misionera... ¡nunca
ha pensado en ello!
En septiembre de ese mismo año, Catalina, en compañía
de sus hermanas, visita las misiones indias de las
Dakotas, a caballo, en carreta y en ferrocarril, a
través de unos territorios rudos y peligrosos. Allí
conoce a Red Cloud, el famoso jefe siux, y comprueba
el lamentable estado de los indios. En cuanto regresa,
Catalina decide emprender una ayuda sistemática en
favor de las misiones indias. En cuatro años,
financia la construcción de trece escuelas. Esta
atención por los indios se ve complementada por una
preocupación por los negros americanos, quienes, a
pesar de la emancipación oficial, todavía son objeto
de tratos injustos. «El espíritu de solidaridad debe
crecer en el mundo, para vencer el egoísmo de las
personas y de las naciones. Solamente así se podrá
poner freno al poder político y a la riqueza económica
fuera de cualquier referencia a otros valores...»
(Juan Pablo II, con motivo del jubileo de los
responsables políticos, el 4 de noviembre de 2000).
Una perspectiva saludable
Catalina reconoce, en todos esos pobres, a unos
hijos de Dios que necesitan ser conducidos hacia Él. Cuanto
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40), dirá Jesús,
en el último día, a quienes habrán ejercido obras
de caridad. La perspectiva del juicio de Dios es una
luz necesaria para nuestra vida en la tierra; por eso
san Benito recomienda que pensemos frecuentemente en
ello (Regla, cap. 4). «El Juicio final revelará
hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya
hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida
terrena» (CEC, 1039). San Agustín señala: «El
Señor se volverá hacia los malos: «Yo había
colocado sobre la tierra, dirá Él, a mis pobrecitos
para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a
la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros
tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo,
eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a
mis pequeñuelos en la tierra, los constituí
comisionados vuestros para llevar vuestras buenas
obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en
sus manos, no poseéis nada en Mí»». Por el
contrario, «Jesucristo reconocerá a sus elegidos en
lo que hayan hecho por los pobres» (CEC,
2443).
Durante largo tiempo, monseñor James O'Connor, obispo
de Omaha (Nebraska) y director espiritual de Catalina,
la disuade de seguir una vocación religiosa, al
pensar que sería incapaz de resistir las austeridades,
y la invita a reflexionar, esperar y orar. Finalmente,
en noviembre de 1888, tras la lectura de una carta en
la que Catalina revela la ansiedad y la tristeza que
experimenta en la espera, monseñor O'Connor cambia de
opinión y le propone tres congregaciones religiosas.
Catalina responde que ella desea una orden misionera
para los indios y los negros americanos, ¡pero no
existe ninguna! Entonces, monseñor O'Connor la anima
a crear una nueva congregación. Esta perspectiva no
entusiasma a Catalina, que alega: «La responsabilidad
de semejante llamada me abruma, porque soy
infinitamente pobre en las virtudes necesarias». Sin
embargo, el obispo mantiene su opinión y, el 19 de
marzo de 1889, el día de la festividad de san José,
Catalina claudica: «La festividad de san José me
trajo la gracia de entregar el resto de mi vida a los
indios y a los negros, y de verlo desde la misma
perspectiva que usted en cuanto a lo que es mejor para
la salvación de estos pueblos». Monseñor O'Connor
les pide entonces a las Hermanas de la Merced, en
Pittsburgh, que instruyan a Catalina en la vida
religiosa. El 7 de noviembre de 1889 es recibida en el
noviciado; pero algunos meses más tarde, la muerte de
monseñor O'Connor priva al proyecto de fundación de
su único apoyo. Esta muerte, en apariencia tan
inoportuna, purifica el alma de la hermana Catalina y
la prepara para su posterior tarea. Entonces, el
arzobispo de Filadelfia, monseñor Patrick Ryan, acude
en su auxilio y le propone su ayuda.
La suerte de la Sagrada
Familia
El 12 de febrero de 1891, Catalina Drexel
profesa como la primera «Hermana del Santísimo
Sacramento para los Indios y los Negros». Ella señala
que «Los votos restringen la libertad, pero nos
conceden la libertad para hacer el bien. Nos
fortificamos para llevar la carga y hacer cosas que
parecen imposibles». A los habituales votos de
pobreza, de castidad y de obediencia, ella añade el
de ser «la madre y la sierva de las razas indias y
negras según la Regla de las Hermanas del Santísimo
Sacramento, y el de no emprender ninguna acción que
pudiera conducir a desatender o abandonar a las razas
indias y negras». Como el convento de su nuevo
Instituto no está todavía acabado, abre su noviciado
en Torresdale, en la residencia de verano de su
familia. Pronto se le unen diez novicias y tres
postulantas. ¡Un año más tarde, la comunidad cuenta
con 21 miembros! Las hermanas ocupan el convento en
construcción antes de la finalización de las obras
y, privadas de agua, de luz y de calefacción, conocen
así muchas austeridades. «Cada prueba que sufrimos,
escribirá la fundadora, es un acto de misericordia de
Dios, para que podamos desatarnos de la tierra y
aproximarnos a Dios».
La comunidad recibe frecuentes visitas por parte de
los obispos y de sacerdotes misioneros que piden
religiosas a la hermana Catalina. Pero, por consejo de
monseñor Ryan, esperan tres años y medio antes de
abrir un primer pensionado en la Misión Santa
Catalina de Santa Fe (Nuevo Méjico). Las hermanas se
adaptan bien a pesar de la difícil vida en aquel
lugar casi desértico. Los indios las respetan y las
protegen. Un día, al pretender cuidar la madre
Catalina a unas víctimas de una epidemia en un
pueblecito cercano a la Misión, los indios le impiden
la entrada: la aprecian demasiado para verla expuesta
al contagio.
A menudo, durante sus numerosos viajes a través del
continente, la madre Catalina es rechazada,
compartiendo de ese modo la suerte de la Sagrada
Familia en Belén. Ello le inspira esta reflexión: «Nos
resulta muy conveniente que la gente de esta ciudad no
tenga sitio para nosotros ni para nuestra obra. ¡Qué
verdad es que la cueva de Belén es la gran educadora
del mundo...! No dejéis de pensar en quien yo hago
profesión de amor. Enamoraos de sus humillaciones».
Catalina Drexel ha renunciado a una fortuna para
abrazar voluntariamente la pobreza, y ella aprecia esa
pobreza, como así lo atestiguan las líneas escritas
a una de sus religiosas: «Si está desprendida de las
cosas de la tierra, tendrá el reino de Dios en usted.
Si no está desprendida, se persuadirá de que muchas
cosas son necesarias, y conseguirá llevar una vida de
facilidades. Dios colma lo que está vacío». Ella ha
comprendido que «el amor a los pobres es incompatible
con el amor desordenado de las riquezas o su uso
egoísta»
(CEC, 2445). Pero, sobre todo, Catalina ha
comprendido que la mejor manera de ayudar a los que
son pobres y marginados es trabajar por su desarrollo
integral. «No se trata solamente de elevar a todos
los pueblos al nivel del que gozan hoy los Países más
ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una
vida más digna, hacer crecer efectivamente la
dignidad y la creatividad de toda persona, su
capacidad de responder a la propia vocación y, por
tanto, a la llamada de Dios. El punto culminante del
desarrollo conlleva el ejercicio del derecho-deber de
buscar a Dios, conocerlo y vivir según tal
conocimiento» (Encíclica Centesimus annus, 1
de mayo de 1991, 29). Por ello, los esfuerzos del
nuevo Instituto no se reducen a una simple «caridad»
material, sino a una formación humana y cristiana de
las poblaciones desheredadas. El amor a los pobres «no
abarca sólo la pobreza material, sino también las
numerosas formas de pobreza cultural y religiosa» (CEC,
2444).
El vínculo más profundo
Como fundadora, la madre Catalina redacta una
regla de vida para las Hermanas del Santísimo
Sacramento. En julio de 1907, recibe en Roma una
primera aprobación del Papa san Pío X, y, poco
tiempo después, es elegida superiora general del
Instituto de las «Hermanas del Santísimo Sacramento
para los indios y gente de color».
¿Por qué «Hermanas del Santísimo Sacramento»?
Gracias a su perspicacia, ha comprendido que la
Eucaristía, presencia viva de Jesús, es el vínculo
más profundo entre los hombres, y por lo tanto entre
todas las razas llamadas a cohabitar en el mismo país.
«Jesús es la única fuente de paz verdadera, dirá
Juan Pablo II. No puede haber esperanza de una
verdadera paz en el mundo fuera de Cristo... ¿Cómo
procura Cristo esa paz? La ha merecido mediante su
Sacrificio. Ha dado su vida para traer la reconciliación
entre Dios y el hombre... Ese sacrificio que atrae a
la familia humana hacia la unidad se hace presente en
la Eucaristía. Y así, cada celebración eucarística
es la fuente de una nueva donación de la paz... La
donación que Cristo hace de sí mismo es más
poderosa que todas las fuerzas de división que
oprimen el mundo» (Congresos Eucarísticos, 11 de
marzo de 1988).
Las ventajas de la Eucaristía se extienden a cada una
de las hijas de la madre Catalina, quien escribe lo
siguiente: «La religiosa necesita fuerza. Cerca del
sagrario, el alma encuentra la fuerza, el consuelo y
la resignación. La religiosa necesita virtudes. Jesús
en el Santísimo Sacramento es el modelo de virtudes.
La religiosa necesita esperanza. En el Santísimo
Sacramento poseemos la garantía más preciosa de
nuestra esperanza. La Hostia contiene el germen de la
vida futura».
En septiembre de 1912, durante una visita a las
misiones de Nuevo Méjico, la madre Catalina enferma
de fiebres tifoideas. Como parecía que su muerte era
cercana, ella confiesa: «Estoy en una paz perfecta».
Pero, tras una estancia en la enfermería de la casa
madre, recobra la salud y reemprende sus actividades.
En el mes de abril de 1913, se embarca de nuevo con
destino a Roma donde obtiene la aprobación definitiva
de su Congregación.
Una manera eficaz de rezar
En 1935, en el transcurso de una visita a las
misiones en el oeste, sufre una grave crisis cardíaca
y debe retirarse de la vida activa. No obstante, vive
todavía unos veinte años más en constante oración,
soportando pacientemente las dolencias. «La aceptación
humilde y paciente de la cruz, sea cual fuera su
naturaleza, es la obra más elevada que podamos hacer»,
había escrito anteriormente. Se entrega completamente
a esa vida contemplativa con la que ha soñado desde
su infancia, y que por fin le es concedida. «He
descubierto una manera extremadamente eficaz de rezar
—confiesa. El Corazón de Jesús es también mi
corazón, puesto que soy miembro de su Cuerpo, y con
su Corazón rezaré a Dios mi Padre, y mi oración será
siempre escuchada». El 3 de marzo de 1955, la madre
Catalina entrega apaciblemente su alma a Dios y se reúne
en la placidez eterna con Jesús, su divino Esposo. En
la actualidad, su congregación cuenta con 229
hermanas, quienes, en el ámbito de la educación, de
la pastoral y de la salud, prestan sus servicios a los
más pobres y los más desamparados entre los indios y
los negros en los 14 estados norteamericanos, en Haití
y en Guatemala.
El hermoso ejemplo de santa Catalina Drexel es aliento
para nuestra conducta personal. Santa Rosa de Lima
decía: «Cuando servimos a los pobres y a los
enfermos,
servimos a Jesús». Por ello la Iglesia siempre tuvo
un amor predilecto por los pobres.
Para quienes no tienen ni los medios ni las fuerzas de
acudir directamente en ayuda de los pobres, los últimos
veinte años de la vida de santa Catalina constituyen
una guía. Ella se adaptaba a la voluntad de Dios
mediante la aceptación de sus sufrimientos y en
ferviente oración. «Por su pasión y la muerte en la
Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento:
desde entonces éste nos configura con Él y nos une a
su pasión redentora. [...] Por la oración, podemos
discernir cuál es la voluntad de Dios y obtener
constancia para cumplirla. Jesús nos enseña que se
entra en el reino de los cielos, no mediante las
palabras, sino haciendo la voluntad de mi Padre que
está en los cielos (Mt 7, 21)» (CEC, 1505
y 2826).
Que el Señor le conceda esta gracia, así como a
todos sus seres queridos.
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la abadía, se puede
consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
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