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hispanizante@clairval.com
21
de
enero
de
2003
Santa
Inés, mártir
Estimadísimo
Amigo
de
la
Abadía
San
José:
Los
obispos,
reunidos
en
Sínodo
en
Roma
en
octubre
de
2001,
dirigieron
un
«mensaje
al
pueblo
de
Dios»
en
el
que
se
abordaba
el
tema
de
la
dignidad
de
la
vida
humana:
«Lo
que
quizás
más
conturba
nuestro
corazón
de
pastores
es
el
desprecio
de
la
vida
desde
su
concepción
hasta
su
término,
así
como
la
disgregación
de
la
familia.
El
no
de
la
Iglesia
al
aborto
y
a
la
eutanasia
es
un
sí
a
la
vida,
un
sí
a
la
bondad
fundamental
de
la
creación,
un
sí
que
puede
alcanzar
a
todo
ser
humano
en
el
santuario
de
su
conciencia,
un
sí
a
la
familia,
primera
célula
de
la
esperanza
en
la
que
Dios
se
complace,
hasta
el
punto
de
asignarle
la
vocación
de
ser
llamada
«iglesia
doméstica»».
Unos
años
antes,
el
Papa
Juan
Pablo
II
les
decía
ya
a
los
jóvenes,
en
Denver
(EE.UU.):
«Con
el
tiempo,
las
amenazas
contra
la
vida
no
disminuyen.
Al
contrario,
adquieren
dimensiones
enormes...
Se
trata
de
amenazas
programadas
de
manera
científica
y
sistemática.
El
siglo
xx
será
considerado
una
época
de
ataques
masivos
contra
la
vida,
una
serie
interminable
de
guerras
y
una
destrucción
permanente
de
vidas
humanas
inocentes...»
(14
de
agosto
de
1993).
Estamos
en
realidad
ante
una
«conjura
contra
la
vida»,
que
ve
implicadas
incluso
a
instituciones
internacionales,
dedicadas
a
alentar
y
programar
auténticas
campañas
de
difusión
de
la
anticoncepción,
la
esterilización,
el
aborto
y
la
eutanasia,
con
la
complicidad
de
los
medios
de
comunicación
social.
El
recurso
a
esas
prácticas
se
presenta
como
un
signo
de
progreso
y
conquista
de
la
libertad,
mientras
que
las
posiciones
incondicionales
a
favor
de
la
vida
son
despreciadas
y
consideradas
como
enemigas
de
la
libertad
y
del
progreso
(cf.
Encíclica
Evangelium
vitae,
25
de
marzo
de
1995,
17).
En
un
momento
en
que
el
mundo
se
muestra
muy
preocupado
por
la
paz,
recordemos
las
palabras
de
la
madre
Teresa
de
Calcuta,
cuando
recibió
el
premio
Nobel
de
la
Paz
el
10
de
diciembre
de
1979:
«Hoy
en
día,
el
mayor
destructor
de
la
paz
es
el
crimen
contra
el
niño
inocente
que
va
a
nacer».
En
efecto,
Dios
no
puede
dejar
impune
el
crimen
de
Caín,
pues
la
sangre
de
Abel
exige
que
Dios
haga
justicia.
Dios
dijo
a
Caín:
¿Qué
has
hecho?
Se
oye
la
sangre
de
tu
hermano
clamar
a
mí
desde
el
suelo
(Gn
4,
10).
No
solamente
la
sangre
de
Abel
clama
venganza
al
cielo,
sino
también
la
de
todos
los
inocentes
asesinados
(cf.
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica,
CEC,
2268).
Porque,
en
el
transcurso
de
los
últimos
decenios,
millones
de
inocentes
han
sido
aniquilados
en
el
seno
de
sus
madres.
El
paso
al
tercer
milenio
no
ha
significado
precisamente,
en
Francia,
un
giro
hacia
una
política
favorable
a
la
vida.
Ya
desde
el
año
2000,
se
ha
permitido
la
distribución
de
NorLevo
(la
llamada
píldora
«del
día
siguiente»,
en
realidad
un
producto
abortivo)
a
las
menores
de
edad
en
los
centros
escolares,
sin
autorización
paterna.
El
4
de
julio
de
2001,
una
nueva
ley
del
aborto
agrava
las
disposiciones
de
la
ley
precedente
(1979),
que
consideraba
la
Interrupción
Voluntaria
del
Embarazo
(IVE
=
aborto)
como
último
recurso
en
caso
de
peligro.
Desde
ahora
lo
que
existe
es
un
«verdadero
derecho
al
aborto»,
que
se
aleja
de
la
mayoría
de
las
disposiciones
encaminadas
a
conservar
la
vida
del
niño;
el
plazo
legal
se
amplía
de
las
10
a
las
12
semanas,
se
suprime
la
autorización
de
los
padres
para
las
menores
de
edad,
se
despenaliza
la
incitación
al
aborto
y
se
refuerzan
las
causas
de
persecución
contra
los
que
se
oponen
a
él.
Una
«buena
nueva»
para
nuestro
tiempo
En
oposición
a
esa
cultura
de
la
muerte
y
a
sus
consecuencias
dramáticas
para
la
paz
civil
y
para
el
destino
eterno
de
los
hombres,
la
Iglesia
nos
recuerda
los
mandamientos
de
Dios,
grabados
en
el
corazón
de
todo
ser
humano.
Como
testigo
que
es
del
amor
de
Dios
por
el
hombre,
la
Iglesia
se
arroga
la
defensa
de
los
más
débiles
y
subraya
la
importancia
del
quinto
mandamiento
(No
matarás).
«Desde
el
siglo
primero,
la
Iglesia
ha
afirmado
la
malicia
moral
de
todo
aborto
provocado.
Esta
enseñanza
no
ha
cambiado;
permanece
invariable»
(CEC,
2271).
Para
dejarlo
mucho
más
claro,
la
Iglesia
nos
presenta
los
ejemplos
de
los
santos.
Por
eso
el
Papa
Juan
Pablo
II
beatificó,
el
25
de
abril
de
1994,
a
Juana
Beretta-Molla,
madre
de
familia,
cuyo
testimonio
a
favor
de
la
vida
humana
es
una
«buena
nueva»
para
los
hombres
de
nuestro
tiempo.
Juana
nace
el
4
de
octubre
de
1922
en
Magenta
(Italia),
siendo
la
décima
de
trece
hijos
(de
los
que
cinco
morirían
muy
pronto),
en
el
seno
de
una
familia
en
la
que
los
padres,
que
pertenecen
a
la
orden
tercera
de
san
Francisco
y
asisten
a
misa
todos
los
días,
cultivan
una
atmósfera
serena
y
cristiana.
Los
domingos
por
la
tarde,
los
niños
acompañan
al
padre
en
su
visita
a
los
pobres,
a
las
personas
mayores,
en
estado
de
abandono
o
desamparadas.
La
madre,
por
su
parte,
se
las
ingenia
para
ahorrar
a
favor
de
las
misiones.
El
14
de
abril
de
1928,
Juana
toma
la
primera
comunión,
y
la
Eucaristía
se
convierte
desde
entonces
para
ella
en
alimento
cotidiano
indispensable.
En
el
colegio
es
una
alumna
de
rendimiento
medio,
y
habrá
que
esperar
al
final
de
sus
estudios
primarios
para
que
obtenga
algunos
buenos
resultados.
Recibe
la
Confirmación
el
9
de
junio
de
1930.
Ya
en
enseñanza
secundaria,
sigue
sin
destacar
en
sus
estudios,
pero
su
vida
cristiana
es
intensa
y
radiante:
un
tiempo
de
meditación
cada
mañana
le
da
fuerza
y
alegría
para
amar
durante
todo
el
día.
Su
temperamento
es
espontáneo,
perdonando
con
facilidad
y
soportando
con
paciencia
las
penas
provocadas
por
las
diferencias
de
carácter.
Sabe
apreciar
las
bellezas
de
la
naturaleza
y,
en
vacaciones,
toma
lecciones
de
dibujo
y
de
piano.
La
formación
espiritual
y
el
apostolado
de
Juana
se
ven
reforzados
gracias
a
la
Acción
Católica
femenina
italiana,
en
la
que
se
había
inscrito
desde
la
edad
de
doce
años.
Una
marca
indeleble
Del
16
al
18
de
marzo
de
1938,
Juana
participa
en
un
retiro
espiritual
según
los
Ejercicios
de
san
Ignacio
de
Loyola,
recibiendo
numerosas
gracias
que
la
marcan
para
toda
la
vida.
Profundiza
en
ese
momento
en
los
valores
fundamentales
de
la
vida
espiritual:
la
necesidad
de
la
gracia
y
de
la
oración,
el
horror
al
pecado,
la
imitación
de
Cristo
y
la
mortificación;
pero,
sobre
todo,
empieza
a
ver
el
apostolado
como
una
expresión
eminente
de
la
caridad.
Entre
sus
propósitos,
escribe
lo
siguiente:
«Hacerlo
todo
por
el
Señor...
Para
servir
a
Dios,
ya
no
iré
al
cine
sin
asegurarme
de
que
se
trata
de
una
película
conveniente
y
no
escandalosa,
o
inmoral...
Prefiero
morir
antes
que
cometer
un
pecado
mortal...
Rezar
todos
los
días
un
Ave
María
para
que
el
Señor
me
conceda
una
buena
muerte...
El
camino
más
corto
para
alcanzar
la
santidad
es
el
de
la
humillación.
Pedir
al
Señor
que
me
conduzca
al
paraíso».
Aprende
igualmente
a
estar
en
oración,
es
decir,
a
conversar
amistosamente
con
Dios,
cara
a
cara,
en
lo
profundo
de
su
corazón.
En
1942,
Juana
pierde
de
repente
a
su
madre,
de
53
años
de
edad.
Cuatro
meses
después
fallece
su
padre.
De
entre
los
hijos
Beretta
que
viven,
cuatro
están
ya
trabajando
y
tres
están
estudiando;
Juana
acaba
de
aprobar
el
examen
final
de
bachillerato.
Está
considerando
la
posibilidad
de
hacerse
religiosa
misionera
en
Brasil.
Mientras
tanto,
empieza
sus
estudios
de
medicina
en
Milán.
A
pesar
de
las
dificultades
que
existen
en
la
época
(Italia
se
encuentra
en
guerra),
se
toma
muy
en
serio
sus
estudios
y,
cuando
el
agotamiento
hace
mella
en
ella,
se
dirige
a
la
iglesia:
«Cuando
estoy
cansada
y
siento
que
no
puedo
más,
me
renuevo
con
un
poco
de
meditación
hablando
con
Jesús».
Pero
sufre
a
causa
de
sus
puntos
débiles:
«Los
dos
defectos
que
me
indica
–escribe
a
una
religiosa–
son
bien
ciertos.
Soy
obstinada
y
siempre
hago
lo
que
quiero,
cuando
debería
doblegarme...
Lo
intentaré.
En
cuanto
a
la
caridad,
para
no
juzgar
a
mi
prójimo,
intento
desde
hace
algún
tiempo
superarme,
pero
hay
veces
en
que
me
resulta
realmente
difícil».
Durante
las
vacaciones,
Juana
practica
el
esquí
y
la
escalada
de
montaña.
Los
años
de
sus
estudios
universitarios
son
un
tiempo
privilegiado
para
el
apostolado.
Su
temperamento
activo
y
lleno
de
iniciativa
le
ayuda
a
hacer
amistades
entre
las
jóvenes,
organizando
excursiones,
fiestas
y
juegos
con
el
objetivo
de
alentar
a
sus
amigas
hacia
el
amor
a
Dios
y
al
prójimo.
Contarán
de
ella
que
«Escuchaba
a
las
demás
y
hablaba
poco,
y
que
respondía
con
corrección,
como
si
escuchara
una
voz
interior...
En
verano,
llevaba
a
sus
compañeras
de
la
Acción
Católica
a
su
casa
de
vacaciones
para
realizar
retiros
espirituales».
Ella
misma
explica:
«Para
persuadir
no
basta
solamente
con
hablar
bien,
sino
que
hay
que
dar
ejemplo.
Hay
que
hacer
visible
la
verdad
en
la
persona
de
uno
mismo;
hay
que
hacer
amable
la
verdad
ofreciéndose
uno
mismo
como
ejemplo
atractivo,
y
si
es
posible
heroico...
No
tengáis
miedo
de
defender
a
Dios,
a
la
Iglesia,
al
Papa
y
a
los
sacerdotes.
No
podemos
permanecer
indiferentes
ante
toda
esa
campaña
antirreligiosa
e
inmoral...
Hay
que
actuar,
entrar
en
todos
los
campos
de
acción,
en
el
social,
en
el
familiar
y
en
el
político.
Y
trabajar,
porque
han
confluido
todas
las
fuerzas
oscuras
y
amenazadoras
del
mal».
Rezar,
incluso
si
todo
nos
distrae
Sin
embargo,
la
acción
debe
apoyarse
en
la
oración
y
el
sacrificio:
«Si
queremos
que
nuestro
apostolado
no
resulte
vano,
sino
eficaz,
debemos
ser
almas
de
oración.
¡Incluso
si
todo
lo
que
hay
a
nuestro
alrededor,
durante
el
día,
nos
distrae
de
la
oración!
Ésta
debe
hacerse
con
fe
en
la
omnipotencia
de
Dios,
que
puede
ayudarnos...
Y
si,
después
de
haber
puesto
todo
por
nuestra
parte,
fracasamos,
aceptémoslo
con
generosidad;
la
aceptación
de
un
fracaso
por
parte
de
un
apóstol
que
ha
puesto
todos
los
medios
a
su
alcance
para
conseguir
un
éxito,
resulta
más
provechoso
para
la
salvación
que
un
triunfo».
Juana
recomienda
con
frecuencia
la
virtud
de
la
pureza
y
la
educación
en
el
verdadero
amor:
«¿Cómo
conservar
la
pureza?
Rodeando
nuestro
cuerpo
con
el
cerco
del
sacrificio.
La
pureza
es
una
virtud-resumen,
es
decir,
un
conjunto
de
virtudes...
La
pureza
se
convierte
en
belleza,
y
después
también
en
fuerza
y
libertad.
Es
libre
quien
es
capaz
de
resistir,
de
luchar».
En
noviembre
de
1949,
Juana
obtiene
su
licenciatura
en
medicina
y
cirugía.
Se
especializa
entonces
en
pediatría,
tanto
por
amor
a
los
niños
como
para
estar
cerca
de
las
madres,
abriendo
después
una
consulta
privada
en
Mesero.
Atiende
a
cada
uno
de
sus
enfermos
con
gran
paciencia
y
amabilidad.
Cuando
sus
enfermedades
son
consecuencia
de
una
vida
de
moral
desordenada,
ella
lo
sufre
mucho,
aconsejándoles
con
convicción
que
cambien
de
conducta.
A
los
enfermos
especialmente
pobres
les
ayuda
con
dinero,
además
de
con
medicamentos:
«Si
atiendo
a
un
enfermo
que
no
tiene
qué
comer,
¿de
qué
sirven
los
medicamentos?».
Juana
considera
su
profesión
como
un
verdadero
apostolado:
«Todos
trabajan
al
servicio
del
hombre.
Nosotros
los
médicos
trabajamos
directamente
sobre
el
propio
hombre...
El
gran
misterio
del
hombre
es
Jesús:
«Quien
visita
a
un
enfermo
me
ayuda
a
mí»,
dice
Jesús...
De
igual
modo
que
el
sacerdote
puede
tocar
a
Jesús,
así
también
nosotros
podemos
tocar
a
Jesús
en
el
cuerpo
de
nuestros
enfermos...
Tenemos
ocasiones
para
hacer
el
bien
de
las
que
carece
el
sacerdote.
Nuestra
misión
no
termina
cuando
ya
no
sirven
los
medicamentos,
sino
que
debemos
acercar
las
almas
a
Dios,
aprovechándonos
de
la
autoridad
de
nuestras
palabras...
¡Cuán
necesarios
son
los
médicos
católicos!».
Todos
los
caminos
del
Señor
son
hermosos
En
los
primeros
meses
del
año
1954,
Juana
se
pregunta
todavía
cuál
es
su
vocación.
Después
de
rezar
mucho,
se
decide
por
el
matrimonio
y
escribe
a
una
amiga:
«Los
caminos
del
Señor
son
todos
hermosos,
siempre
que
el
fin
siga
siendo
el
mismo:
salvar
nuestra
alma
y
conseguir
llevar
a
otras
muchas
almas
al
paraíso,
para
glorificar
a
Dios».
El
24
de
septiembre
de
1955,
contrae
matrimonio
con
Pedro
Molla;
preside
la
ceremonia
el
sacerdote
José
Beretta,
hermano
de
Juana.
En
una
conferencia
para
chicas
de
Acción
Católica,
Juana
había
explicado:
«Toda
vocación
es
vocación
a
la
maternidad,
ya
sea
física,
espiritual
o
moral,
porque
Dios
ha
depositado
en
nosotros
el
instinto
de
la
vida.
El
sacerdote
es
padre
(espiritualmente);
las
religiosas
son
madres,
madres
de
las
almas...
Prepararse
para
la
vocación
es
prepararse
para
dar
vida».
El
19
de
noviembre
de
1956,
nace
un
varón
en
el
hogar
Beretta-Molla:
Pedro
Luis;
el
11
de
diciembre
de
1957
nacerá
una
niña:
María
Zita,
y
el
15
de
julio
de
1960
una
segunda
hija:
Laura.
Esas
tres
maternidades
habían
sido
difíciles
para
Juana,
pero
su
fe
le
había
dado
las
fuerzas
necesarias.
Para
dar
gracias
a
Dios,
después
del
nacimiento
de
cada
uno
de
sus
hijos,
Juana
hace
entrega
a
las
misiones,
sacándola
de
sus
ahorros,
de
una
suma
que
equivale
al
salario
de
seis
meses
de
trabajo
de
un
empleado.
La
educación
moral
y
religiosa
de
sus
hijos
ocupa
un
lugar
de
privilegio
en
el
corazón
de
Juana.
Nada
más
son
capaces
de
ello,
Juana
les
obliga
a
hacer
cada
noche
un
examen
de
conciencia
adaptado,
animándoles
a
reflexionar
sobre
tal
o
cual
acto,
y
señalándoles
por
qué
Jesús
no
está
contento
de
ello.
En
lugar
de
reprenderles
en
el
acto,
espera
a
la
oración
de
la
noche
para
recapitular
sobre
lo
acontecido
durante
el
día.
No
quiere
pegarles
ni
levantar
demasiado
la
voz,
pues
–
según
dice
–
«puede
que
no
tengan
a
su
madre
con
ellos
durante
mucho
tiempo,
y
no
quiero
que
guarden
un
mal
recuerdo».
El
trabajo
profesional
de
Juana
no
le
impide
cumplir
con
sus
deberes
de
esposa
y
de
madre.
No
obstante,
después
del
nacimiento
de
Laura,
decide
que
abandonará
el
ejercicio
de
la
medicina
cuando
tenga
un
cuarto
hijo.
En
agosto
de
1961
se
anuncia
una
nueva
maternidad.
Pero,
en
el
segundo
mes
de
embarazo,
Juana
siente
que
se
está
desarrollando,
día
tras
día,
una
masa
dura
junto
al
útero,
amenazando
tanto
la
vida
del
niño
como
la
suya
propia:
se
trata
de
un
fibroma
que
deberá
ser
extirpado.
Juana
es
consciente
de
los
riesgos
que
corre.
Tres
soluciones
se
presentan
ante
ella:
—
la
extirpación
del
fibroma
y
del
útero
con
el
niño
(esta
intervención
salvará
casi
con
toda
seguridad
la
vida
de
la
madre,
pero
el
niño
morirá
y
ella
no
podrá
tener
más
hijos);
—
la
extirpación
del
fibroma
y
el
aborto
provocado
(la
madre
se
salvará
y
podrá
eventualmente
tener
hijos
más
adelante),
pero
es
una
solución
que
va
en
contra
de
la
ley
de
Dios;
—
la
extirpación
del
fibroma
solamente,
intentando
no
interrumpir
el
curso
de
la
maternidad
(solamente
esta
tercera
posibilidad
preserva
la
vida
del
niño,
pero
pone
en
muy
grave
peligro
la
de
la
madre).
En
su
condición
de
esposa
bien
amada,
de
feliz
madre
de
tres
hermosos
hijos,
Juana
debe
escoger
y
decidir:
o
bien
la
solución
más
segura
para
su
propia
vida,
o
bien
la
única
solución
que
existe
para
salvar
la
vida
del
niño;
«él
o
yo»,
el
niño
o
la
madre.
Su
decisión
se
decanta
por
favorecer
la
vida
que
siente
desarrollarse
en
su
interior,
aceptando
poner
en
riesgo
su
propia
vida.
El
amor
por
su
hijo
es
mayor:
«¡Que
no
se
preocupen
por
mí,
con
tal
que
todo
vaya
bien
para
el
bebé!»
—dice
con
resolución
a
los
que
le
rodean.
Olvidarse
y
entregarse
Empieza
la
subida
al
calvario
junto
a
Jesús
crucificado.
El
6
de
septiembre,
antes
de
entrar
en
el
quirófano,
le
ruega
otra
vez
al
cirujano
que
haga
todo
lo
posible
por
salvar
al
niño
y
que
no
se
preocupe
de
ella.
Al
sacerdote
que
la
acompaña
para
reconfortarla,
le
dice:
«Estos
días
he
rezado
mucho.
Con
fe
y
esperanza
me
he
encomendado
al
Señor,
incluso
ante
semejante
sentencia
de
la
ciencia
médica:
o
la
vida
de
la
madre
o
la
del
niño.
Tengo
confianza
en
Dios,
sí;
ahora
me
corresponde
a
mí
cumplir
con
mi
deber
de
madre.
Renuevo
ante
el
Señor
la
ofrenda
de
mi
vida.
Estoy
dispuesta
a
todo
con
tal
que
salven
a
mi
hijo».
La
operación,
que
consiste
en
extirpar
el
fibroma
dejando
intacta
la
cavidad
uterina,
resulta
un
éxito:
el
niño
se
ha
salvado
y
el
deseo
de
Juana
se
ha
cumplido.
Sin
embargo,
ella
es
consciente
de
que,
al
cabo
de
unos
meses,
el
útero
puede
romperse
y
provocar
una
hemorragia
mortal.
A
pesar
de
ello,
Juana
resplandece
de
alegría,
la
alegría
inenarrable
de
haber
salvaguardado
su
maternidad
y
la
vida
de
su
hijo.
Sabe
muy
bien
lo
que
significa
«ser
madre»:
olvidarse
y
entregarse.
Ese
amor
de
la
maternidad,
hasta
el
heroísmo
del
sacrificio
de
su
vida,
lo
obtiene
de
Dios,
fuente
de
toda
paternidad
y
de
toda
maternidad
(cf.
Ef
3,
15).
Sin
perder
la
sonrisa
de
su
rostro,
Juana
pasa
los
últimos
meses
de
embarazo
en
plegaria
y
abandono
a
la
voluntad
de
Dios,
en
medio
de
grandes
dolores
físicos
y
morales.
El
Sábado
Santo
21
de
abril
de
1962,
da
a
luz
una
niña
que
recibe
en
el
bautismo
el
nombre
de
Juana
Manuela.
Tras
el
parto,
el
estado
de
la
madre
se
agrava.
Cuando
el
dolor
resulta
demasiado
intenso,
ella
besa
su
crucifijo,
«su
gran
consuelo».
Tras
mandar
llamar
a
un
sacerdote,
recibe
con
fervor
los
últimos
sacramentos
y,
en
medio
de
su
agonía,
repite
sin
cesar:
«¡Jesús,
te
amo!
¡Jesús,
te
amo!».
El
28
de
abril,
hacia
las
ocho,
Juana
se
apaga
apaciblemente
en
presencia
de
su
esposo,
que
ha
aprobado
su
opción.
Había
estado
pidiendo
todos
los
días
al
Señor
que
le
concediera
la
gracia
de
alcanzar
una
buena
y
santa
muerte.
Una
vez
en
la
verdadera
Vida
que
no
termina
jamás,
la
beata,
lejos
de
abandonar
a
los
suyos,
intercede
desde
entonces
por
ellos
con
un
amor
todavía
más
grande.
Homenaje
a
las
madres...
El
25
de
abril
de
1994,
con
motivo
de
su
beatificación,
el
Papa
Juan
Pablo
II
llegará
a
decir:
«Juana
Beretta-Molla
supo
entregar
su
vida
en
sacrificio,
para
que
el
ser
que
llevaba
en
su
seno
–
y
que
se
encuentra
hoy
entre
nosotros
–
pudiera
vivir.
Como
médico,
era
consciente
de
lo
que
le
esperaba,
pero
no
retrocedió
ante
el
sacrificio,
confirmando
de
ese
modo
la
heroicidad
de
sus
virtudes.
Es
nuestro
deseo
rendir
homenaje
a
todas
las
madres
valerosas,
que
se
dedican
sin
reservas
a
su
familia,
y
que
están
dispuestas
a
no
escatimar
pena
alguna,
a
hacer
todos
los
sacrificios,
para
transmitirles
lo
mejor
de
ellas...
¡Cuánto
deben
luchar
contra
las
dificultades
y
los
peligros!
¡Cuántas
veces
son
llamadas
a
enfrentarse
a
verdaderos
«lobos»
decididos
a
quitar
la
vida
y
a
dispersar
el
rebaño!
Y
esas
madres
heroicas
no
siempre
reciben
apoyo
de
su
entorno.
Al
contrario,
los
modelos
de
sociedad,
promovidos
y
propagados
con
frecuencia
por
los
medios
de
comunicación,
no
favorecen
la
maternidad.
Hoy
en
día,
en
nombre
del
progreso
y
de
la
modernidad,
los
valores
de
fidelidad,
castidad
y
sacrificio,
por
los
que
numerosas
esposas
y
madres
cristianas
se
distinguen
y
continúan
distinguiéndose,
se
presentan
como
superados.
Sucede
entonces
que
una
mujer
que
decide
ser
coherente
con
sus
principios
se
siente
profundamente
sola.
Sola
con
su
amor,
al
que
no
puede
traicionar
y
al
que
debe
permanecer
fiel.
Su
principio
conductor
es
Cristo,
que
nos
ha
revelado
ese
amor
que
nos
prodiga
el
Padre.
Una
madre
que
cree
en
Cristo
encuentra
un
enorme
apoyo
en
ese
amor
que
todo
lo
soportó.
Se
trata
de
un
amor
que
le
permite
creer
que
lo
que
hace
por
un
hijo
concebido,
traído
al
mundo,
adolescente
o
adulto,
lo
hace
al
mismo
tiempo
por
un
hijo
de
Dios.
Como
lo
escribe
san
Juan
en
la
lectura
de
hoy,
Mirad
qué
amor
nos
ha
tenido
el
Padre
para
llamarnos
hijos
de
Dios,
pues
¡lo
somos!
(1
Jn
3,
1).
Somos
hijos
de
Dios,
y
cuando
esa
realidad
se
manifieste
plenamente
seremos
semejantes
a
Él,
porque
le
veremos
tal
cual
es
(cf.
1
Jn
3,
2)».
El
Papa
manifiesta
igualmente
su
solicitud
paternal
con
las
mujeres
que
han
recurrido
al
aborto
mediante
las
siguientes
palabras
de
ánimo
de
la
Encíclica
Evangelium
vitae:
«La
Iglesia
sabe
cuántos
condicionamientos
pueden
haber
influido
en
vuestra
decisión,
y
no
duda
de
que
en
muchos
casos
se
ha
tratado
de
una
decisión
dolorosa
e
incluso
dramática.
Probablemente
la
herida
aún
no
ha
cicatrizado
en
vuestro
interior.
Es
verdad
que
lo
sucedido
fue
y
sigue
siendo
profundamente
injusto.
Sin
embargo,
no
os
dejéis
vencer
por
el
desánimo
y
no
abandonéis
la
esperanza.
Antes
bien,
comprended
lo
ocurrido
e
interpretadlo
en
su
verdad.
Si
aún
no
lo
habéis
hecho,
abríos
con
humildad
y
confianza
al
arrepentimiento:
el
Padre
de
toda
misericordia
os
espera
para
ofreceros
su
perdón
y
su
paz
en
el
sacramento
de
la
reconciliación....
Ayudadas
por
el
consejo
y
la
cercanía
de
personas
amigas
y
competentes,
podréis
estar
con
vuestro
doloroso
testimonio
entre
los
defensores
más
elocuentes
del
derecho
de
todos
a
la
vida...
seréis
artífices
de
un
nuevo
modo
de
mirar
la
vida
del
hombre»
(Evangelium
vitæ,
99).
«Recemos
juntos
a
fin
de
tener
la
valentía
de
defender
al
niño
que
va
a
nacer
y
de
darle
la
posibilidad
de
amar
y
de
ser
amado
–
decía
la
madre
Teresa
de
Calcuta
–.
Y
creo
que
de
ese
modo,
con
la
gracia
de
Dios,
podremos
conseguir
que
haya
paz
en
el
mundo».
Que
en
este
año
nuevo,
la
Santísima
Virgen
y
san
José
nos
concedan
la
paz
que
el
Hijo
de
Dios
vino
a
dar
al
mundo
mediante
su
Encarnación.
Dom
Antoine
Marie,
o.s.b.
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Para
más
informaciones
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la
abadía,
se
puede
consultar
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