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20
de
diciembre
de
2002
Santo
Domingo de Silos
Estimadísimo
Amigo
de
la
Abadía
San
José:
El
25
de
marzo
de
1858,
hacia
las
cuatro
de
la
madrugada,
Bernadette
Soubirous
deja
el
«calabozo»,
la
masía
donde
vive
su
familia,
para
dirigirse
a
la
gruta
de
Massabielle,
donde
se
le
aparece
desde
el
11
de
febrero
una
misteriosa
Señora.
La
adolescente
pasa
por
Lourdes
adormecida,
acompañada
de
algunas
personas
a
quienes
su
tía
ha
revelado
el
secreto.
Nada
más
rezar
las
primeras
diez
cuentas
del
rosario
ante
la
gruta,
la
Señora
se
presenta
sonriente
ante
ella
y
le
pide
que
se
acerque.
Bernadette
se
halla
entonces
muy
cerca
de
la
Visitante,
a
quien
comunica
en
su
dialecto
la
constante
petición
de
su
párroco:
«Señora,
¿tendría
la
bondad
de
decirme
quién
es
usted?».
La
Aparición
sonríe
pero
no
contesta.
La
joven
repite
la
pregunta
dos
veces
y,
a
la
tercera,
la
Señora,
que
muestra
sus
manos
extendidas,
las
junta
a
la
altura
del
pecho
y
dice:
«Que
soy
era
Immaculada
Councepciou...
(es
decir:
Soy
la
Inmaculada
Concepción).
Es
mi
deseo
tener
aquí
una
capilla...».
Después,
siempre
sonriendo,
desaparece.
En
el
camino
de
regreso,
Bernadette
no
para
de
repetir,
por
miedo
a
olvidarlas,
aquellas
palabras
incomprensibles
para
ella:
«Que
soy
era
Immaculada
Councepciou».
Se
dirige
rápidamente
a
casa
del
párroco
y
le
dice
sin
darle
siquiera
los
buenos
días:
«Que
soy
era
Immaculada
Councepciou.
–
¿Qué
has
dicho,
pequeña
orgullosa?
–
Son
las
palabras
que
me
ha
dicho
la
Señora...
–
¡Tu
Señora
no
puede
llamarse
así!
¡Te
equivocas!
¿Sabes
lo
que
quiere
decir,
la
Inmaculada
Concepción?
–
No
lo
sé;
por
eso
he
repetido
todo
el
rato
esas
palabras
hasta
aquí,
para
que
no
se
me
olvidaran».
¿Cómo
va
a
saber
ella
lo
que
significa
la
«Inmaculada
Concepción»,
si
todavía
no
sabe
leer
y
acaba
de
apuntarse
al
catecismo?
Pero
el
sacerdote
lo
sabe
perfectamente,
ya
que,
apenas
cuatro
años
antes,
el
Papa
Pío
IX
había
proclamado
a
la
Virgen
Inmaculada
en
su
Concepción.
En
la
Bula
Ineffabilis
del
8
de
diciembre
de
1854,
nos
dice:
«Definimos
como
doctrina
revelada
por
Dios,
y
que
por
ende
debe
ser
creída
firmemente
y
constantemente
por
todos
los
fieles,
que
la
bienaventurada
Virgen
María
fue
preservada
inmune
de
toda
mancha
de
pecado
original
en
el
primer
instante
de
su
concepción
por
singular
gracia
y
privilegio
de
Dios
omnipotente,
en
atención
a
los
méritos
de
Jesucristo
Salvador
del
género
humano».
Así
pues,
más
de
dieciocho
siglos
después
de
Jesucristo,
el
Papa
definió
mediante
ese
acto
solemne
un
nuevo
dogma.
Hay
quienes
se
preguntan:
¿cómo
es
eso
posible?
¿Posee
la
Iglesia
ese
poder?
¿No
terminó
acaso
la
revelación
con
Jesucristo?
Efectivamente,
en
la
Carta
a
los
Hebreos
podemos
leer
lo
siguiente:
Habiendo
hablado
Dios
muchas
veces
y
de
muchas
maneras
a
los
padres
en
otro
tiempo
por
los
profetas,
últimamente,
en
estos
días,
nos
ha
hablado
por
el
Hijo
(Hb
1,
1-2).
San
Juan
de
la
Cruz
comenta
en
estos
términos
este
pasaje:
«En
cuanto
nos
dio
a
su
Hijo,
que
es
su
Palabra,
Dios
no
tiene
otra
palabra
que
darnos.
Nos
lo
ha
dicho
todo
a
la
vez
y
de
una
sola
vez
en
esa
única
Palabra...
pues
lo
que
decía
por
partes
a
los
profetas
lo
ha
dicho
por
completo
en
su
Hijo,
dándonos
ese
todo
que
es
su
Hijo».
El
Concilio
Vaticano
II
nos
recuerda
igualmente:
«La
economía
cristiana,
por
tanto,
como
alianza
nueva
y
definitiva
nunca
cesará
y
no
hay
que
esperar
ya
ninguna
revelación
pública
antes
de
la
manifestación
gloriosa
de
nuestro
Señor
Jesucristo»
(Dei
Verbum,
4).
Crecer
en
la
inteligencia
de
la
fe
«Sin
embargo
–según
enseña
el
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica–,
aunque
la
Revelación
esté
acabada,
no
está
completamente
explicitada;
corresponderá
a
la
fe
cristiana
comprender
gradualmente
todo
su
contenido
en
el
transcurso
de
los
siglos»
(CEC,
66).
La
Revelación
ha
sido
confiada
por
Dios
a
la
Iglesia
para
que
la
transmita
y
la
interprete.
«El
oficio
de
interpretar
auténticamente
la
palabra
de
Dios,
oral
o
escrita,
ha
sido
encomendado
sólo
al
Magisterio
vivo
de
la
Iglesia,
el
cual
lo
ejercita
en
nombre
de
Jesucristo...
El
Magisterio
de
la
Iglesia
ejerce
plenamente
la
autoridad
que
tiene
de
Cristo
cuando
define
dogmas,
es
decir,
cuando
propone,
de
una
forma
que
obliga
al
pueblo
cristiano
a
una
adhesión
irrevocable
de
fe,
verdades
contenidas
en
la
Revelación
divina...
Gracias
a
la
asistencia
del
Espíritu
Santo,
la
inteligencia
tanto
de
las
realidades
como
de
las
palabras
del
depósito
de
la
fe
puede
crecer
en
la
vida
de
la
Iglesia»
(CEC,
85-88-94).
Todo
ello
se
cumplió
principalmente
en
el
momento
de
la
definición
del
dogma
de
la
Inmaculada
Concepción.
En
las
Sagradas
Escrituras,
ese
dogma
se
basa
en
el
saludo
del
ángel
Gabriel
a
la
Virgen
María:
Dios
te
salve,
llena
de
gracia
(Lc
1,
27);
pero
esa
plenitud
de
gracia
sólo
es
verdaderamente
completa
si
se
aplica,
en
el
tiempo,
al
primer
instante
de
la
vida
de
la
Virgen:
el
de
su
concepción.
Sin
embargo,
aunque
ese
pasaje
del
Evangelio
nos
ofrezca
una
indicación
preciosa,
no
es
suficiente
en
sí
mismo
para
demostrar
la
verdad
de
la
Inmaculada
Concepción
de
la
Santísima
Virgen;
para
que
la
luz
que
contiene
sea
captada
plenamente
hay
que
recurrir
al
testimonio
de
la
Tradición.
Porque
la
Iglesia
«no
deriva
solamente
de
la
Sagrada
Escritura
su
certeza
acerca
de
todas
las
verdades
reveladas.
Por
eso
se
han
de
recibir
y
venerar
ambas
(la
Sagrada
Escritura
y
la
Tradición)
con
un
mismo
espíritu
de
piedad»
(Concilio
Vaticano
II,
Dei
Verbum,
9).
La
creencia
en
la
concepción
inmaculada
de
María
se
remonta
a
los
primeros
siglos
de
la
historia
de
la
Iglesia.
Los
padres
de
la
Iglesia
que
hablaron
de
ello
son
unánimes
a
la
hora
de
reconocer
que
la
Madre
de
Jesucristo
es
la
esposa
toda
hermosa
y
sin
tacha
de
la
que
se
habla
en
el
Cantar
de
los
Cantares
(4,
7).
San
Efrén
(†
373)
escribió
que
la
Virgen
es
«llena
de
gracia...,
toda
pura,
toda
inmaculada,
toda
sin
falta...,
completamente
ajena
a
toda
mácula
y
a
todo
estigma
de
pecado»
(Oratio
ad
Deiparam).
La
fiesta
litúrgica
de
la
Concepción
de
María
(8
de
diciembre)
existe
al
menos
desde
el
siglo
vii
en
la
Iglesia
griega.
Bien
es
verdad
que,
durante
la
Edad
Media,
eminentes
teólogos
formularon
objeciones
contra
la
creencia
en
la
Inmaculada
Concepción,
que
les
parecía
que
atentaba
contra
la
universalidad
de
la
Redención
de
Cristo.
El
beato
Duns
Scot
(1266-1308),
y
después
de
él
los
teólogos
de
la
escuela
franciscana,
alegaron
que
María
quedó
libre
de
toda
mácula
de
pecado
original,
en
previsión
de
los
méritos
futuros
de
Jesucristo,
Salvador
del
género
humano.
Así
pues,
la
Virgen
quedó
redimida
mediante
la
sangre
de
Jesucristo,
pero
de
una
manera
del
todo
sublime,
cual
es
la
de
la
preservación
del
pecado.
San
Maximiliano
Kolbe,
muerto
como
mártir
de
la
caridad
en
Auschwitz
en
1941,
figura
entre
los
franciscanos
que
mejor
hablaron
de
la
Inmaculada
Concepción.
San
Francisco
Antonio
Fasani,
canonizado
por
el
Papa
Juan
Pablo
II
el
13
de
abril
de
1986,
es
menos
conocido,
pero
mucho
antes
de
la
proclamación
del
dogma,
ese
religioso
tuvo
el
mérito
de
dar
a
conocer
y
amar
a
la
Inmaculada.
El
«pecador
de
la
Inmaculada»
Antonio
Juan
Fasani
nace
el
6
de
agosto
de
1681
en
Lucera,
en
la
región
de
Apulia
(sudoeste
de
Italia).
Sus
padres
son
de
condición
humilde;
de
hecho
su
padre
se
gana
la
vida
como
jornalero.
Pero
en
la
familia
Fasani,
pobre
de
bienes
materiales,
son
ricos
en
la
fe,
hasta
tal
punto
que
todas
las
tardes
rezan
el
rosario
ante
una
imagen
de
María
Inmaculada.
Antonio
halla
en
su
madre
las
raíces
de
su
profunda
devoción
hacia
la
Virgen.
A
partir
de
1695,
a
la
edad
de
catorce
años,
el
joven
ingresa
en
los
Franciscanos
Conventuales.
El
año
siguiente,
profesa
sus
votos
con
el
nombre
de
fray
Francisco
Antonio,
en
el
convento
de
Monte
Sant'Angelo.
Aquel
joven
religioso,
de
temperamento
despierto
y
ardiente,
moderado
por
una
humilde
discreción,
se
ha
convertido
en
religioso
para
llegar
a
ser
perfecto.
Entre
1696
y
1709,
fray
Francisco
Antonio
sigue
estudios
de
teología,
que
termina
en
Asís
con
la
obtención
del
grado
de
maestro,
por
lo
que
le
llaman
«il
Padre
Maestro».
Su
afecto
y
veneración
hacia
la
Inmaculada
no
dejan
de
crecer
y,
en
su
humildad,
él
mismo
se
define
muy
a
menudo
como
«el
pecador
de
la
Inmaculada»,
es
decir,
un
pobre
pecador
redimido
por
la
intercesión
de
María
Inmaculada.
En
la
cuaresma
de
1707,
el
padre
Fasani
es
enviado
de
improviso
a
predicar
a
Palazzo,
cerca
de
Asís.
Su
juventud,
la
seguridad
de
sus
conocimientos
teológicos,
la
calidez
de
su
voz,
el
ascetismo
de
su
rostro,
donde
trasluce
una
profunda
vida
interior,
así
como
la
convicción
que
le
anima,
generan
en
el
pueblo
entusiasmo
y
edificación.
Uno
de
aquellos
testigos
refiere
lo
que
sigue:
«Predicaba
con
un
fervor
tierno,
de
tal
suerte
que
conseguía
imprimir
en
el
alma
de
sus
oyentes
las
verdades
que
anunciaba...
Hablaba
de
la
Santa
Madre
de
Dios
con
tal
arrebato
de
devoción,
con
tanta
ternura
y
con
una
expresión
en
el
rostro
tan
afectuosa,
que
parecía
que
hubiera
mantenido
una
conversación
cara
a
cara
con
ella».
El
peor
de
los
males
El
padre
Fasani
regresa
luego
a
Lucera,
donde
permanecerá
toda
la
vida
y
donde
predicará,
además
de
hacerlo
en
toda
la
región
de
Apulia.
Su
predicación,
basada
en
la
Palabra
de
Dios,
no
deja
lugar
alguno
a
la
ornamentación
retórica,
tan
bien
considerada
en
aquella
época.
Además,
siente
un
horror
y
un
malestar
inenarrables
cuando
se
ofende
a
Dios
o
cuando
le
cuentan
actos
pecaminosos.
Ese
horror
por
el
pecado,
compartido
por
todos
los
santos,
no
es
en
ningún
caso
exagerado.
En
sus
Ejercicios
Espirituales
(muchas
veces
recomendados
por
la
Iglesia),
san
Ignacio
de
Loyola
invita
a
los
fieles
que
están
en
retiro
a
pedir
a
la
Virgen
que
les
conceda
la
gracia
de
sentir
interno
conocimiento
de
sus
pecados
y
aborrecimiento
de
ellos
(nº
63).
El
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica
nos
enseña
lo
siguiente:
«A
los
ojos
de
la
fe,
ningún
mal
es
más
grave
que
el
pecado
y
nada
tiene
peores
consecuencias
para
los
pecadores
mismos,
para
la
Iglesia
y
para
el
mundo
entero»
(nº
1488).
Así
es;
pues
para
el
pecador,
la
consecuencia
del
pecado
mortal
(es
decir,
del
pecado
cometido
en
materia
grave,
con
pleno
conocimiento
de
causa
y
consentimiento)
es
la
pérdida
de
la
gracia
santificante
y,
si
muere
en
ese
estado,
la
privación
de
la
vida
eterna.
San
Pablo
advierte
de
ello
a
los
corintios:
¿No
sabéis
acaso
que
los
injustos
no
heredarán
el
Reino
de
Dios?
¡No
os
engañéis!
Ni
los
impuros,
ni
los
idólatras,
ni
los
adúlteros,
ni
los
afeminados,
ni
los
homosexuales,
ni
los
ladrones,
ni
los
avaros,
ni
los
borrachos,
ni
los
ultrajadores,
ni
los
rapaces
heredarán
el
Reino
de
Dios
(1
Co
6,
9-10).
Y
a
quien
se
sirve
de
la
bondad
de
Dios
para
permanecer
en
el
pecado
y
tranquilizarse
sobre
su
destino
eterno,
san
Pablo
le
responde:
¿Desprecias,
tal
vez,
sus
riquezas
de
bondad,
de
paciencia
y
de
longanimidad,
sin
reconocer
que
esa
bondad
de
Dios
te
fuerza
a
la
conversión?
Por
la
dureza
y
la
impenitencia
de
tu
corazón
vas
atesorando
contra
ti
cólera
para
el
día
de
la
cólera
y
de
la
revelación
del
justo
juicio
de
Dios,
el
cual
dará
a
cada
cual
según
sus
obras:
a
los
que,
por
la
perseverancia
en
el
bien
busquen
gloria,
honor
e
inmortalidad:
vida
eterna;
mas
a
los
rebeldes,
indóciles
a
la
verdad
y
dóciles
a
la
injusticia:
cólera
e
indignación
(Rm
2,
4-8).
Desde
el
púlpito,
san
Francisco
Antonio
se
enardece
contra
los
vicios
y
los
escándalos
públicos,
de
ahí
que
sobre
él
lluevan
reacciones
de
cólera
e
injurias,
tratándolo
de
histérico
y
de
palurdo;
pero
al
final,
sin
embargo,
acuden
a
él
para
confesarse.
Permanece
todos
los
días
muchas
horas
en
el
confesionario,
acogiendo
a
toda
suerte
de
personas
con
la
mayor
de
las
paciencias
y
con
alegría
en
el
rostro.
Sus
palabras
incitan
al
arrepentimiento
y
al
propósito
de
la
enmienda.
Dicho
ministerio
acaba
por
absorber
lo
mejor
de
su
tiempo,
pero
su
gozo
es
enorme
cuando
consigue
encaminar
a
la
conversión
a
personas
de
costumbres
disolutas
o
escandalosas,
o
a
pecadores
inveterados.
María,
refugio
de
los
pecadores
En
su
lucha
contra
el
pecado,
el
santo
recurre
a
María
Inmaculada,
y
subraya
que
si
la
Madre
de
Dios
es
Inmaculada
lo
es
para
ser
refugio
de
los
pecadores.
Su
pureza
borra
nuestras
manchas
y
nos
hace
puros,
y
su
claridad
elimina
nuestras
tinieblas.
Después
del
pecado
de
Adán
y
Eva,
Dios
dice
a
la
serpiente
(es
decir,
al
demonio):
Pondré
enemistad
entre
ti
y
la
mujer;
entre
tu
linaje
y
su
linaje;
ella
quebrantará
tu
cabeza
y
tú
pondrás
asechanzas
a
su
talón
(Gn
3,
15
[Vulgata]).
Los
padres
de
la
Iglesia
vieron
cumplida
esta
profecía
en
la
Virgen
Inmaculada,
la
nueva
Eva,
que
secundó
de
forma
singular
a
su
divino
Hijo,
el
nuevo
Adán,
en
su
combate
contra
el
mal.
A
los
pecadores
que
quieren
convertirse,
el
padre
Fasani
les
repite
incansablemente
que
María,
enemiga
del
pecado,
es
al
mismo
tiempo
la
Madre
de
misericordia
y
la
«puerta
del
Cielo»
porque
nos
incita
a
rezar,
a
frecuentar
los
sacramentos
de
la
penitencia
y
de
la
eucaristía,
a
escuchar
a
su
divino
Hijo
y
a
seguirlo.
San
Maximiliano
Kolbe
llegará
a
decir,
dos
siglos
más
tarde,
que
la
Inmaculada
es
la
personificación
de
la
misericordia
divina:
nada
añade
a
la
misericordia
de
Dios
que
pasa
a
través
el
Sagrado
Corazón
de
Jesús,
pero,
de
conformidad
con
la
voluntad
de
beneplácito
de
su
Padre,
Jesús
quiere
que
la
misericordia
sea
dispensada
de
manos
de
María.
En
la
Inmaculada
Concepción,
san
Francisco
Antonio
ve
en
primer
lugar
la
realidad
positiva,
la
sublimidad
de
la
gracia
que
eleva
desde
el
principio
a
la
persona
de
María,
perfectamente
santificada
para
preparar
su
misión
de
Madre
de
Dios.
El
santo
destaca
además,
a
modo
de
contraste
con
la
grandeza
del
don
divino,
la
humildad
de
la
Virgen
como
criatura;
su
sublimidad
le
viene
en
exclusiva
de
Dios,
pues
no
es
una
conquista
de
la
naturaleza
humana.
El
padre
Fasani
subraya
también
que,
después
de
ese
resplandeciente
comienzo,
la
vida
de
Nuestra
Señora
quedó
señalada
por
una
creciente
y
constante
espiritualidad
en
medio
de
una
libre
correspondencia
hacia
las
gracias
de
Dios.
Con
motivo
de
sus
predicaciones,
el
santo
distribuye
con
generosidad,
sobre
todo
a
los
niños,
pequeñas
estampas
de
la
Virgen
Inmaculada,
en
cuyo
dorso
se
halla
escrita
una
recomendación
piadosa,
una
breve
oración
o
un
noble
pensamiento.
Los
frutos
espirituales
de
esa
sencilla
práctica
son
numerosos,
y
la
Virgen
se
digna
incluso
llevar
a
cabo
curaciones
milagrosas
al
contacto
de
esas
imágenes.
Modelo
del
alma
en
oración
Las
predicaciones
marianas
del
padre
Francisco
Antonio
terminan
siempre
con
una
lección
práctica:
los
cristianos
pueden
y
deben
imitar
a
María,
modelo
perfectísimo
de
fidelidad
al
Evangelio,
para
alcanzar
en
su
compañía
la
intimidad
de
amor
con
Jesús
y
pertenecerle
por
entero.
Además,
se
complace
en
ver
a
la
Madre
de
Dios
como
modelo
del
alma
en
oración,
ya
que
la
vida
de
la
Virgen
Inmaculada
fue
un
coloquio
permanente
con
Dios.
¿Quién
mejor
que
ella,
después
de
su
divino
Hijo,
puede
enseñarnos
a
rezar?
El
santo
advierte
a
sus
religiosos:
«Estudiamos
a
Dios,
predicamos
a
Dios
y
hablamos
de
Dios,
pero
nuestro
espíritu
permanece
en
la
aridez,
carente
de
devoción;
nos
sobra
ciencia,
pero
nos
falta
oración».
Pero,
¿qué
es
la
oración?
El
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica
responde
a
esta
pregunta
citando
a
santa
Teresa
de
Jesús:
«No
es
otra
cosa
oración
mental,
a
mi
parecer,
sino
tratar
de
amistad,
estando
muchas
veces
tratando
a
solas
con
quien
sabemos
nos
ama».
La
oración
busca
al
amado
de
mi
alma
(Ct
1,
7).
Esto
es,
a
Jesús
y
en
Él,
al
Padre.
La
oración
es
también
escucha
de
la
Palabra
de
Dios.
Lejos
de
ser
pasiva,
esta
escucha
es
la
obediencia
de
la
fe,
acogida
incondicional
del
siervo
y
adhesión
amorosa
del
hijo
(cf.
CEC,
2709-2716).
La
elección
del
tiempo
y
de
la
duración
de
la
oración
responde
a
una
voluntad
determinada
que
revela
los
secretos
del
corazón.
No
se
hace
oración
cuando
se
tiene
tiempo,
sino
que
hay
que
tomarse
el
tiempo
necesario
para
estar
con
el
Señor,
determinados
a
permanecer
en
su
presencia
cualesquiera
que
sean
las
tribulaciones
y
la
aridez
del
encuentro.
La
oración
puede
convertirse
en
«contemplación»,
es
decir,
mirada
de
fe
puesta
en
Jesús.
«Le
miro
y
Él
me
mira»,
decía
a
su
santo
párroco
un
campesino
de
Ars
cuando
rezaba
ante
el
sagrario.
La
luz
de
la
mirada
de
Jesús
alumbra
los
ojos
de
nuestro
corazón,
al
cual
purifica,
y
nos
enseña
a
verlo
todo
con
la
luz
de
su
verdad
y
de
su
compasión
hacia
todos
los
hombres.
La
contemplación
fija
también
su
mirada
en
los
misterios
de
la
vida
de
Cristo,
aprendiendo
de
ese
modo
a
conocer
al
Señor
con
un
conocimiento
íntimo,
para
amarle
y
seguirle
más
(cf.
san
Ignacio
de
Loyola,
Ejercicios
Espirituales,
104).
Defensor
de
los
pobres
El
padre
Francisco
Antonio
practica
la
virtud
de
la
pobreza
durmiendo
en
un
humilde
jergón
en
su
estrecha
celda,
contentándose
con
poco
y
llevando
ropa
usada.
Se
siente
afligido
ante
la
presencia
de
los
indigentes
y,
en
sus
predicaciones,
insiste
en
la
caridad
para
con
los
pobres,
para
quienes
mendiga
dinero
y
ropa.
Un
día,
un
mendigo
medio
desnudo
le
pide
algo
de
ropa
para
cubrirse,
y
el
padre
Francisco
Antonio
se
despoja
de
sus
prendas
principales
y
regresa
al
convento
vestido
únicamente
con
la
túnica.
Sabe
gestionar
con
sabiduría
el
«banco
de
crédito»
que
tiene
sede
en
el
convento
y
cuyo
objetivo
es
proteger
a
los
pobres
contra
las
especulaciones
de
los
usureros.
Gracias
a
ese
organismo
puede
disponer
todos
los
días
de
una
mesa
con
comida
para
los
necesitados.
A
ella
acude
cada
día
una
humilde
mujer
del
pueblo,
Isabel,
la
propia
madre
del
padre
Fasani.
En
aquella
región
arruinada
por
las
guerras,
donde
los
grandes
propietarios
agobian
a
los
campesinos
con
enormes
impuestos,
el
franciscano
recuerda
a
los
ricos
el
deber
que
tienen
de
compartir
los
bienes
de
este
mundo
y
de
pagar
un
justo
salario
a
sus
obreros.
Hoy
como
ayer,
la
práctica
de
la
justicia
social
es
una
obligación
formal
para
todos
los
cristianos,
especialmente
para
los
más
afortunados.
«San
Juan
Crisóstomo
lo
recordaba
vigorosamente
a
sus
contemporáneos:
«No
hacer
participar
a
los
pobres
de
los
propios
bienes
es
robarles
y
quitarles
la
vida.
Lo
que
poseemos
no
son
bienes
nuestros,
sino
los
suyos».
Es
preciso
«satisfacer
ante
todo
las
exigencias
de
la
justicia,
de
modo
que
no
se
ofrezca
como
ayuda
de
caridad
lo
que
ya
se
debe
a
título
de
justicia».
«Cuando
damos
a
los
pobres
las
cosas
indispensables
no
les
hacemos
liberalidades
personales,
sino
que
les
devolvemos
lo
que
es
suyo.
Más
que
realizar
un
acto
de
caridad,
lo
que
hacemos
es
cumplir
un
deber
de
justicia»
(San
Gregorio
Magno)
(CEC,
2446)».
Este
deber
de
justicia
es
especialmente
importante
en
una
época
como
la
nuestra,
marcada
por
«el
escándalo
de
las
sociedades
opulentas
de
hoy,
en
las
cuales
los
ricos
son
cada
vez
más
ricos,
porque
la
riqueza
produce
riqueza,
y
los
pobres
son
cada
vez
más
pobres,
porque
la
pobreza
tiende
a
crear
otras
pobrezas.
Ese
escándalo
no
existe
solamente
en
el
interior
de
las
diferentes
naciones,
sino
que
tiene
dimensiones
que
sobrepasan
ampliamente
sus
fronteras...
En
realidad,
lo
que
debe
crecer
en
el
mundo
es
el
espíritu
de
solidaridad,
para
vencer
el
egoísmo
de
las
personas
y
de
las
naciones»
(Juan
Pablo
II,
4
de
noviembre
de
2000).
La
humildad
que
hace
milagros
Comprometido
en
la
defensa
de
la
virtud
de
una
joven
de
quince
años
y
sin
recursos
en
quien
ha
puesto
sus
miras
un
joven
gentilhombre,
san
Francisco
Antonio
la
lleva
a
un
orfanato,
donde
será
educada
gratuitamente.
Ese
hecho
le
vale
las
amenazas
y
el
odio
del
gentilhombre,
quien
le
denuncia
ante
Roma,
a
donde
debe
acudir
para
justificarse.
Durante
su
recepción
por
el
Papa,
nada
aporta
en
su
defensa,
pero
cuando
besa
humildemente
los
pies
del
Pontífice,
éste,
que
padece
gota,
es
liberado
en
el
acto
de
su
mal
mediante
ese
contacto,
por
lo
que
queda
convencido
de
la
inocencia
del
franciscano.
Su
actitud
de
obediencia
produce
igualmente
maravillas.
Un
día
en
que
se
encuentra
predicando
desde
el
púlpito,
irrumpe
en
la
iglesia
su
obispo
y
le
exige
ante
todo
el
mundo
que
calle,
cosa
que
él
cumple
inmediatamente.
Unos
días
después,
el
sirviente
del
obispo
acude
en
su
busca:
aquejado
de
un
violento
malestar,
el
prelado
reclama
la
presencia
del
padre
Francisco
Antonio
junto
a
su
cabecera.
«No
hace
falta
que
vaya
–contesta
el
santo–,
ya
ha
sido
curado
por
María
Inmaculada».
El
29
de
noviembre
de
1742,
en
el
principio
de
la
novena
preparatoria
de
la
festividad
de
la
Inmaculada
Concepción,
el
padre
Francisco
Antonio
Fasani
muere
de
agotamiento.
El
16
de
abril
de
1986,
al
canonizarlo,
el
Papa
Juan
Pablo
II
resaltaba
lo
siguiente:
«Predicador
incansable,
san
Fasani
nunca
atenuó
las
exigencias
del
mensaje
evangélico
para
complacer
a
los
hombres».
Que
nos
ayude
desde
lo
alto
del
Cielo
a
recurrir
sin
desmayo
a
aquella
que,
exenta
por
siempre
de
toda
mácula,
puede
librarnos
de
todo
el
mal
que
existe
en
nosotros.
«¡Oh,
María,
sin
pecado
concebida,
rogad
por
nosotros
que
acudimos
a
Vos».
Dom
Antoine
Marie,
o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para
más
informaciones
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abadía,
se
puede
consultar
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ou
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