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hispanizante@clairval.com
13
de
noviembre
de
2002
San
Leandro de Sevilla
Estimadísimo
Amigo
de
la
Abadía
San
José:
El
21
de
marzo
de
2001,
con
motivo
del
1.500
aniversario
de
la
llegada
de
san
Benito
a
su
retiro
de
Subiaco,
el
Cardenal
Secretario
de
Estado,
Angelo
Sodano,
daba
gracias
a
Dios
en
estos
términos:
«El
joven
Benito
llegó
entre
estos
solitarios
peñascos
para
poder
consagrarse
por
entero
a
la
contemplación
de
Dios.
1.500
años
después
continúa
recordándonos
el
deber
fundamental
de
nuestra
existencia:
amar
a
Dios
sobre
todas
las
cosas...
Aquí
creó
el
joven
Benito
la
familia
benedictina,
esa
escuela
del
servicio
divino,
para
conducir
en
el
transcurso
de
los
siglos
a
una
multitud
innumerable
de
hombres
y
mujeres
a
una
unión
más
íntima
con
Cristo,
bajo
la
dirección
del
Evangelio».
La
Iglesia
ha
elevado
no
hace
mucho
a
los
altares
a
uno
de
los
hijos
espirituales
de
san
Benito:
Dom
Columba
Marmion,
abad
de
Maredsous
(Bélgica),
beatificado
el
3
de
septiembre
de
2000.
Irlandés
por
parte
de
padre
y
francés
por
parte
de
madre,
José
Marmion
vino
al
mundo
en
Dublín,
el
Jueves
Santo
de
1858.
En
casa
de
los
Marmion
iban
a
nacer
nueve
hijos.
Al
fallecer
los
dos
primeros
varones
en
tierna
edad,
los
padres
dirigen
sus
plegarias
a
san
José
para
implorar
la
gracia
de
tener
otro
hijo.
De
hecho,
les
serán
concedidos
otros
tres
varones,
entre
los
cuales
estará
el
futuro
fray
Columba,
bautizado
como
José
en
gratitud
hacia
el
padre
adoptivo
de
Jesús.
Aunque
ocupa
un
cargo
de
gran
responsabilidad
en
una
importante
firma
exportadora,
el
señor
Marmion
no
deja
por
ello
de
ser
un
ferviente
cristiano.
En
una
ocasión
le
dirá
lo
siguiente
a
su
hijo
José,
ya
seminarista:
«En
medio
de
mis
apremiantes
ocupaciones,
nunca
dejo
pasar
unos
minutos
sin
ofrecerme
por
completo
a
Dios».
La
señora
Marmion
comparte
por
entero
el
ideal
religioso
de
su
marido,
y
la
familia
sigue
el
ejemplo
piadoso
de
los
padres;
de
hecho,
tres
de
las
cuatro
hijas
serán
religiosas.
De
carácter
amable
y
apacible,
José
es
mimado
por
todos.
Adquiere
la
costumbre
de
examinar
todas
las
cosas
a
la
luz
de
la
fe.
En
una
ocasión,
a
un
tío
que
no
habla
más
que
de
bancos
y
mercados,
José
le
replica:
«Pero
tío,
¡el
dinero
no
lo
es
todo!
–
Ay,
hijo
mío,
¡tú
no
sabes
lo
que
es
el
dinero!
¡Todavía
no
puedes
entenderlo!».
«Ahora
–comentará
más
tarde
Dom
Marmion–
mi
tío
está
en
la
eternidad,
y
el
dinero
le
importa
aún
menos
que
a
mí».
Al
terminar
sus
estudios
secundarios,
José
toma
la
decisión
de
entrar
en
el
seminario,
pero
enseguida
es
tentado
violentamente
contra
su
vocación
sacerdotal.
Bajo
el
efecto
de
la
prueba,
acude
en
busca
de
uno
de
sus
amigos,
de
quien
espera
hallar
consuelo.
En
realidad,
aquel
amigo,
superficial
y
mundano,
no
habría
hecho
más
que
disuadirlo
de
entrar
en
el
seminario.
Pero
no
encuentra
a
su
amigo
y,
en
su
lugar,
se
topa
con
otro
amigo,
ferviente
católico,
que
le
descubre
la
trampa
del
demonio
y
le
alienta
en
su
deseo
de
entregarse
a
Dios.
José
ve
en
esas
circunstancias
la
mano
de
la
Providencia,
implorada
por
las
oraciones
de
su
hermana
Rosie.
¿Qué
espíritu
nos
guía?
Dom
Marmion
escribirá
más
tarde:
«En
toda
alma
hay
tres
espíritus
que
intentan
dominarla:
el
espíritu
de
la
falsedad
y
de
la
blasfemia,
que
siempre
sugiere
desde
muy
temprano
lo
contrario
de
lo
que
Dios
nos
dice
al
oído;
el
espíritu
del
mundo,
que
nos
incita
a
juzgar
las
cosas
según
el
deseo
de
los
sentidos
y
la
sabiduría
carnal,
mientras
que
la
sabiduría
de
este
mundo
es
necedad
ante
Dios
(cf.
1
Co
3,
19),
y
finalmente
está
el
Espíritu
de
Dios,
que
nos
inspira
siempre
a
elevar
nuestros
corazones
por
encima
de
la
naturaleza
y
a
vivir
la
fe.
Ese
Espíritu
nos
llena
entonces
de
paz
y
de
alegría,
y
produce
en
nosotros
los
frutos
de
los
que
habla
san
Pablo
(cf.
Ga
5,
22).
El
Espíritu
de
Dios,
al
tiempo
que
nos
dirige
reproches
o
nos
incita
a
la
confusión
a
causa
de
nuestros
pecados,
siempre
colma
el
alma
de
paz
y
de
confianza
filial
en
nuestro
Padre
celestial.
Los
demás
espíritus
desecan
nuestra
alma...
nos
entregan
al
abatimiento
y
al
desánimo».
Así
pues,
José
ingresa
en
el
Holy
Cross
College
en
enero
de
1874,
seminario
que
en
la
época
tiene
80
alumnos.
A
causa
de
su
alegría
comunicativa
durante
el
recreo,
es
el
centro
de
un
grupo
donde
estallan
a
menudo
risas
visibles
y
alborozadas.
Corregido
en
ocasiones
por
el
padre
director
a
causa
de
los
excesos
de
su
jovialidad,
recibe
las
reprimendas
con
humildad:
«Es
una
amarga
medicina,
pero
saludable,
y
hay
que
aceptarla
para
curarse»
–afirma.
Es
enviado
a
Roma
para
terminar
sus
estudios
de
teología,
donde
permanece
dos
años;
el
16
de
junio
de
1881
es
ordenado
sacerdote
en
la
capilla
del
Colegio
Irlandés.
Durante
el
camino
de
regreso,
pasa
por
Bélgica
y
visita
la
Abadía
benedictina
de
Maredsous,
donde,
en
el
momento
en
que
franquea
el
umbral
del
claustro,
oye
una
voz
interior
que
le
dice:
«Aquí
es
donde
quiero
que
estés».
Transcurrirán
cinco
años
antes
de
poder
responder
a
aquella
llamada.
De
regreso
a
Irlanda,
el
padre
Marmion
es
nombrado
vicario
de
la
parroquia
de
Dundrum,
al
sur
de
Dublín;
el
año
siguiente,
le
asignan
las
clases
de
filosofía
del
seminario
de
Holy
Cross,
donde
antiguamente
se
había
formado.
Durante
cuatro
años
madura
su
decisión
y,
en
1886,
provisto
de
la
autorización
de
su
arzobispo,
parte
para
el
claustro.
Su
familia
y
amigos
están
al
corriente
desde
hace
mucho
tiempo
de
su
nueva
orientación.
Cuando
la
hace
pública,
la
sorpresa
se
mezcla
con
la
decepción;
nadie
se
priva
de
criticar
ese
cambio
que
consideran
inexplicable.
Pero
ante
él
está
el
Maestro,
que
le
llama:
«Antes
de
hacerme
monje
–explicará
más
tarde
Dom
Marmion–
no
podía,
a
los
ojos
del
mundo,
hacer
más
bien
del
que
hacía
donde
me
encontraba.
Pero
he
reflexionado
y
he
rezado,
y
he
comprendido
que
solamente
estaré
seguro
de
cumplir
siempre
la
voluntad
de
Dios
si
practico
la
obediencia
religiosa.
Tenía
todo
lo
necesario
para
alcanzar
mi
santificación,
a
excepción
de
un
único
bien:
el
de
la
obediencia.
Ese
fue
el
motivo
por
el
que
abandoné
mi
patria,
renuncié
a
mi
libertad
y
a
todo...
Era
profesor;
aunque
era
muy
joven,
tenía
lo
que
suele
llamarse
una
buena
situación,
éxito
y
amigos
que
me
apreciaban
mucho;
pero
no
tenía
ocasión
de
obedecer.
Me
hice
monje
porque
Dios
me
reveló
la
belleza
y
la
grandeza
de
la
obediencia».
Conquistar
la
verdadera
libertad
San
Benito
nos
enseña
que
la
obediencia
«corresponde
a
quienes
nada
conciben
más
amable
que
Cristo»
(Regla,
cap.
5).
La
vida
consagrada
es
una
configuración
muy
especial
hacia
Cristo...
Porque
Jesús
nos
fue
revelado
como
«el
obediente»
por
excelencia,
bajado
del
cielo
no
para
hacer
su
voluntad,
sino
la
voluntad
del
que
le
había
enviado
(cf.
Jn
6,
38).
Además,
«el
monje
se
somete
al
superior
con
toda
obediencia
por
amor
a
Dios,
imitando
al
Señor
Jesús,
de
quien
dice
el
Apóstol:
Se
hizo
obediente
hasta
la
muerte»
(Regla
de
san
Benito,
cap.
7).
Para
muchos
de
nuestros
contemporáneos,
la
obediencia
contradice
la
libertad
personal
y
el
legítimo
deseo
de
decidir
sobre
la
propia
vida
de
manera
independiente.
Pero
Cristo,
que
es
la
Verdad,
nos
enseña
el
camino
de
la
verdadera
libertad.
Él
mismo
nos
dijo:
la
verdad
os
hará
libres
(Jn
8,
32).
De
ese
modo,
mostrándonos
el
camino
de
la
obediencia,
nos
señala
«un
camino
para
lograr
progresivamente
la
verdadera
libertad»
(Juan
Pablo
II,
Vita
consecrata,
25
de
marzo
de
1996,
91).
José
Marmion
llega
a
Maredsous
el
21
de
noviembre
de
1886.
La
austeridad
de
la
vida
monástica
contrasta
con
su
contagiosa
alegría.
Aquel
exilio
lejos
del
país
natal
constituye
una
primera
prueba;
recibe
el
nombre
religioso
de
un
santo
monje
irlandés,
Columba,
pero
ese
nombre
evoca
todo
lo
que
ha
dejado
atrás.
Además,
no
domina
el
idioma
francés
y
se
impone
grandes
esfuerzos
para
conseguir
hablarlo
correctamente.
Finalmente,
las
poquísimas
cartas
que
le
permiten
escribir
y
las
limitaciones
impuestas
al
ejercicio
de
su
sacerdocio
le
provocan
un
sentimiento
de
haber
abandonado
a
sus
amigos
y
a
las
personas
que
recurren
a
él.
Para
un
irlandés
acostumbrado
a
la
camaradería,
el
aislamiento
supone
un
profundo
sufrimiento.
El
30
de
noviembre
escribe:
«El
día
en
que
llegué
a
Maredsous,
tuve
la
impresión
de
que,
al
entrar
en
el
monasterio,
acababa
de
cometer
la
mayor
insensatez
del
mundo».
Un
día,
con
el
corazón
compungido,
se
postra
ante
el
sagrario:
«Jesús
mío,
tú
me
has
llamado.
Si
estoy
aquí
es
por
ti».
«Entre
las
manos
de
Dios»
La
vocación
de
aquel
vicario
de
ultramar
es
considerada
con
escepticismo
por
el
anciano
y
recto
maestro
de
novicios.
Entre
él
y
fray
Columba
reina
una
profunda
incompatibilidad
de
caracteres.
Sin
embargo,
a
fin
de
luchar
contra
la
antipatía
natural
que
siente
hacia
el
padre
maestro,
el
novicio
adquiere
la
costumbre
de
acudir
a
él
cada
noche
para
desvelarle
con
humildad
sus
transgresiones
de
la
jornada.
Se
entrega
sobre
todo
con
fervor
a
las
cosas
de
Dios,
en
especial
a
la
oración
y
a
la
lectura
espiritual.
En
1909,
escribirá
lo
siguiente
a
uno
de
sus
monjes
atribulado
por
serias
dificultades:
«Al
igual
que
me
ocurría
en
otro
tiempo
durante
mis
primeros
años
en
Maredsous,
te
verás
forzado
a
postrarte
inclinando
la
cabeza
entre
las
manos
de
Dios.
Intenta
buscarlo
todo
en
Él,
hijo
mío.
Intenta
convertirte
en
un
hombre
interior
sometido
por
completo
a
Dios
y
acostumbrado
a
apoyarse
solamente
en
Él».
Las
lecturas
de
fray
Columba
son
variadas:
las
Sagradas
Escrituras,
especialmente
san
Pablo,
san
Francisco
de
Sales,
santo
Tomás
de
Aquino,
Luis
de
Blois,
san
Juan
de
la
Cruz
y
santa
Teresa
de
Jesús,
santa
Catalina
de
Siena,
Olier,
monseñor
Gay...
Sin
saberlo,
está
preparando
de
ese
modo
sus
futuras
conferencias
espirituales,
que
comprenderán
varios
libros.
Con
el
tiempo,
en
el
alma
de
fray
Columba
se
desarrolla
cada
vez
con
más
fuerza
la
convicción
de
haber
encontrado
su
verdadera
vocación.
A
un
amigo
le
confía:
«Estoy
donde
Dios
quiere
que
esté.
He
hallado
una
gran
paz
y
soy
extraordinariamente
feliz».
Dom
Marmion
profesa
solemnemente
el
10
de
febrero
de
1891.
El
domingo
siguiente,
el
párroco
de
una
aldea
próxima
a
Maredsous
solicita
que
un
monje
acuda
a
predicar
en
su
iglesia.
«Tenemos
un
joven
monje
extranjero
–contesta
el
prior–,
pero
no
creo
que
deba
enviárselo,
pues
su
francés
aún
no
es
perfecto
y
dudo
que
le
sea
de
alguna
utilidad.
–
Aun
así,
mándemelo;
siempre
supondrá
un
cambio
para
mis
feligreces».
Después
de
la
misa,
el
párroco
afirma
no
haber
tenido
nunca
un
predicador
semejante
en
la
parroquia.
A
partir
de
ese
momento,
el
«padre
irlandés»
es
solicitado
por
todas
partes
en
la
región.
Consciente
de
su
talento
para
la
predicación,
Dom
Marmion
sabe
también
que
es
inútil
«predicar
en
los
tejados
si
ello
no
va
precedido
de
una
unión
íntima
con
el
Señor
en
medio
de
las
«tinieblas»
o
del
silencio
de
la
oración».
En
octubre
de
1900,
Dom
Marmion
es
nombrado
prior
del
convento
de
Mont-César,
fundación
dependiente
de
Maredsous,
cerca
de
la
ciudad
belga
de
Lovaina,
donde
ejercerá
como
abad
Dom
Roberto
de
Kerchove,
hombre
enérgico
y
frío,
de
autoridad
más
bien
incisiva.
El
padre
Columba
deja
Maredsous
con
temor,
pero
se
abandona
a
la
voluntad
de
Dios.
Es
deseo
de
Dom
Roberto
de
Kerchove
que
sus
monjes
permanezcan
siempre
en
la
clausura,
mientras
que
Dom
Marmion,
lleno
de
celo
apostólico,
es
propenso
a
responder
a
las
llamadas
que
le
llegan
del
exterior;
sin
embargo,
ninguna
discusión
tiene
lugar
entre
ellos,
ya
que
Dom
Marmion
se
halla
siempre
dispuesto
a
someterse
al
abad.
Un
día
del
año
1905,
se
siente
asaltado
por
grandes
dudas;
preocupado
por
el
futuro,
se
imagina
cuán
maravilloso
sería
si
todo
pudiera
arreglarse
según
sus
perspectivas,
pero
al
mirar
su
crucifijo
exclama:
«¡No!
¡Que
no
sea
como
yo
quiero,
sino
como
tu
quieres,
Señor!».
Más
tarde
afirmará:
«Si
en
aquel
momento
Cristo
me
hubiera
dicho:
«Te
doy
carta
blanca.
Organiza
tu
vida
y
todo
lo
que
tiene
que
ver
contigo
como
te
plazca.
Toma
la
pluma,
escribe
tu
plan
y
yo
lo
firmo»,
le
habría
respondido:
«No,
Jesús,
no
deseo
plan
alguno
para
mi
vida.
Lo
único
que
deseo
es
realizar
tu
divino
plan
en
mí;
eres
tú
quien
me
guiará.
Me
abandono
por
completo
en
tus
manos»».
¿Actividad
o
activismo?
A
su
cargo
como
prior,
Dom
Marmion
añade
el
de
profesor
de
teología,
ciencia
que
enseña
ayudado
de
su
inteligencia
y
prodigiosa
memoria,
pero
sobre
todo
de
su
corazón
ardiente
de
amor
hacia
Dios.
Para
él,
la
teología
es
un
alimento
para
la
oración
y
una
orientación
hacia
los
verdaderos
bienes,
sea
para
dar
gracias
por
ellos
sea
para
pedirlos.
La
actividad
del
nuevo
prior
se
extiende
también
a
la
predicación
de
retiros
espirituales
a
numerosas
comunidades
de
Bélgica
y
a
varios
monasterios
ingleses.
La
intensidad
de
su
vida
de
unión
con
Dios
explica,
por
ella
sola,
los
frutos
de
su
desbordante
actividad,
que
habría
podido
convertirse
en
estéril
activismo.
El
28
de
septiembre
de
1909,
a
la
edad
de
52
años,
Dom
Marmion
es
elegido
por
sus
hermanos
como
abad
de
Maredsous,
adoptando
como
divisa
«Antes
servir
que
dominar».
Si
hubiera
que
señalar
la
principal
de
las
cualidades
que
impulsaron
a
sus
hermanos
a
elegirlo
como
abad,
habría
que
resaltar
su
reputación
de
predicar
la
sagrada
doctrina.
Con
motivo
del
retiro
espiritual
que
dio
en
Maredsous
antes
de
la
elección
abacial,
la
comunidad
comprendió
que
con
él
tendría
un
maestro
de
vida
espiritual.
Sin
embargo,
gobernar
una
comunidad
de
más
de
cien
monjes
no
es
cosa
fácil.
Gracias
a
su
permanente
unión
con
Dios,
Dom
Marmion
conserva
su
calma
interior
y
un
optimismo
indefectible
cuando
se
trata
de
procurar
el
bien
de
las
almas.
Bajo
su
dirección,
el
monasterio
conoce
un
gran
auge
espiritual
e
intelectual,
y
las
vocaciones
afluyen.
Pero
Dom
Marmion
no
pierde
interés
por
las
cuestiones
temporales,
hasta
el
punto
de
que
manda
instalar
corriente
eléctrica
y
calefacción
central
en
la
abadía,
algo
realmente
raro
en
aquella
época
en
los
monasterios.
A
las
personas
de
cualquier
edad
y
condición
que
acuden
para
verlo
y
pedirle
dirección
espiritual,
el
padre
abad
les
indica
resueltamente
el
camino:
la
vida
espiritual
es
ante
todo
búsqueda
de
Dios.
Insiste
además
en
el
hecho
de
que
Jesucristo
debe
ser
el
centro
de
toda
oración
y
la
única
vía
de
unión
a
Dios:
Nadie
va
al
Padre
sino
por
mí
(Jn
14,
6),
dice
Jesús,
y
san
Pedro
añade:
No
hay
salvación
en
ningún
otro
(Hch
4,
12).
Dios
nos
ha
predestinado
a
participar
en
su
vida
divina,
a
entrar
para
siempre
en
la
comunidad
de
sus
tres
personas,
y
ello
desde
aquí
mismo
en
la
tierra
mediante
la
gracia
santificante,
que
nos
convierte
en
hijos
adoptivos
suyos
(cf.
Ef
1,
5)
y
en
herederos
de
su
gloria.
Esta
predestinación
eterna
se
realiza
hace
tiempo
por
Jesucristo,
ya
que,
mediante
su
Pasión
redentora,
Jesús
ha
rescatado
a
la
humanidad,
que
había
caído
en
el
pecado,
y
comunica
a
todos
los
que
creen
en
Él
y
le
obedecen
la
vida
sobrenatural
de
la
gracia.
Esa
vida
debe
alcanzar
la
plenitud
en
la
vida
eterna
y
en
la
visión
cara
a
cara
de
la
Trinidad.
La
fuerza
de
la
verdad
En
presencia
de
los
pecadores,
la
clarividencia
de
Dom
Marmion
va
unida
a
una
gran
caridad,
y
a
él
le
gusta
repetir:
«Estoy
convencido,
y
ello
por
experiencia,
de
que
las
almas
no
se
recuperan
mediante
la
discusión,
sino
con
la
bondad.
No
se
gana
a
una
persona
queriéndola
convencer
de
que
está
equivocada,
sino
mostrándole
la
verdad
con
dulzura
y
benevolencia».
La
historia
que
sigue
ilustra
a
la
perfección
su
método.
En
una
gran
ciudad,
en
el
transcurso
de
la
primera
guerra
mundial,
un
pobre
sacerdote
cuya
fe
y
costumbres
han
zozobrado
desde
hace
varios
años
con
motivo
de
unas
prácticas
espiritistas
está
a
punto
de
morir.
Dom
Marmion
le
hace
varias
visitas,
durante
las
que
hablan
amistosamente;
como
el
estado
del
enfermo
mejora,
llegan
incluso
a
tomar
el
té
juntos.
Cuando
Dom
Marmion
aborda
por
fin
el
tema
del
estado
espiritual
del
sacerdote,
no
recibe
más
que
respuestas
evasivas
o
negativas:
«Ya
he
consultado...
Soy
feliz
como
estoy...
No
deseo
cambiar».
El
padre
abad
anima
a
la
oración
por
aquella
alma
y
se
ofrece
a
Dios
por
ella.
Tras
nuevas
e
infructuosas
visitas,
completamente
afligido
aunque
no
desanimado,
realiza
un
último
esfuerzo
y
envía
un
mensaje
en
el
que
su
corazón
de
apóstol
desborda
en
caridad
y
compostura
espiritual.
Es
llegada
la
hora
de
la
misericordia.
Pronto
llega
una
nota
del
sacerdote:
«Ha
ganado
usted
la
partida...
Venga
a
verme,
le
espero».
Dom
Marmion
hace
todo
lo
que
considera
necesario
y,
la
víspera
de
Navidad,
consigue
reconciliar
aquella
alma
con
el
Señor.
Algún
tiempo
después,
el
enfermo
entrega
su
alma
a
Dios,
en
medio
de
manifiestos
sentimientos
de
arrepentimiento
y
de
amor.
El
celo
de
Dom
Marmion
por
las
almas
procede
de
una
intensa
devoción
por
el
Sagrado
Corazón
de
Jesús.
Por
eso
aprecia
en
su
más
alto
grado
el
Santo
Sacrificio
de
la
Misa,
renovación
del
sacrificio
del
Calvario
y
testimonio
del
amor
de
Cristo
hacia
todos:
«Durante
el
transcurso
de
la
Misa
conventual
que
cantamos
cada
día
–explica–,
tengo
tiempo
de
meditar
el
gran
acto
que
se
cumple
en
el
altar.
La
mayoría
de
las
veces
siento
cómo
mi
corazón
desborda
de
gozo
y
de
agradecimiento
al
pensar
que
poseo,
en
Jesús
presente
en
el
altar,
de
qué
ofrecer
al
Padre
una
reparación
digna
de
Él,
una
satisfacción
de
un
valor
infinito.
¡Cuántas
gracias
contiene
la
Misa!
Ningún
santo,
ni
siquiera
la
Virgen
María,
ha
podido
obtener
de
ese
sacrificio
todo
el
fruto
que
en
él
hay
encerrado».
Su
devoción
hacia
la
Pasión
se
traduce,
por
añadidura,
en
la
práctica
diaria
del
Vía
crucis.
«¡Y
yo
quiero
entrar!»
Al
padre
Columba
le
anima
igualmente
una
profunda
devoción
hacia
la
Virgen,
y
repite
a
menudo
lo
siguiente:
«Debemos
ser
por
la
gracia
lo
que
Jesús
es
por
naturaleza:
un
hijo
de
Dios
y
un
hijo
de
María».
Un
día
alguien
le
dice:
«El
rosario
es
para
las
mujeres
y
los
niños.
–
Admitámoslo,
le
responde;
pero,
¿qué
dijo
Nuestro
Señor?
Si
no
cambiáis
y
os
hacéis
como
los
niños,
no
entraréis
en
el
Reino
de
los
Cielos
(Mt
18,
3).
¡Y
yo
quiero
entrar!».
Los
trece
años
de
gobierno
abacial
de
Dom
Marmion
se
ven
afectados
por
los
terribles
años
de
la
primera
guerra
mundial.
Al
ser
invadida
Bélgica
por
las
tropas
alemanas,
el
padre
abad
teme
que
sus
jóvenes
novicios
sean
militarizados
por
el
invasor,
por
lo
que
decide
trasladarlos
sin
demora
a
Inglaterra,
y
luego
a
Irlanda.
Se
producen
numerosas
dificultades,
incomprensiones
y
tensiones
con
Maredsous.
La
casa
irlandesa
(situada
en
Edermine)
se
parece
más
a
un
albergue
de
vacaciones
para
estudiantes
que
a
un
monasterio,
por
lo
que
en
1916
estalla
una
crisis
que
se
prolonga
hasta
1918.
Dom
Marmion
escribe
a
propósito
de
ello
lo
siguiente:
«Necesito
vuestras
oraciones
porque
algunos
de
los
jóvenes
padres,
aquí
en
Edermine,
me
han
afligido
a
causa
de
su
estudiada
actitud
de
fría
indiferencia
hacia
mí...
He
intentado
atraerlos
mediante
la
constancia
y
la
oración,
pero
sin
éxito
hasta
ahora.
Son
buenos,
pero
demasiado
llenos
de
confianza
en
sí
mismos...
Oponen
la
letra
del
Derecho
Canónico
al
espíritu
de
la
Sagrada
Regla».
El
asunto
llega
hasta
Roma,
y
la
Congregación
romana
para
los
Religiosos
se
encarga
del
caso.
El
padre
abad
da
pruebas
de
gran
humildad
y
obediencia,
y,
finalmente,
la
casa
de
Edermine
es
cerrada
en
1920.
Al
final
de
la
gran
guerra
surgen
nuevos
problemas.
Por
todas
partes
fermenta
una
nueva
mentalidad,
consecuencia
del
desplome
de
las
barreras
sociales...
Dom
Marmion
se
esfuerza
por
comprender
los
extraños
comportamientos
de
sus
jóvenes
monjes.
Muchos
de
ellos
han
servido
durante
la
guerra,
como
camilleros
o
capellanes;
al
regresar
al
claustro
no
pueden
desprenderse
en
un
instante
de
todas
las
costumbres
que
han
adquirido
durante
la
vida
militar.
«Temo
la
llegada
de
esos
jóvenes
monjes
que
durante
tanto
tiempo
se
han
visto
privados
de
nuestras
tradiciones
y
de
nuestro
espíritu
monástico»
–
escribe
el
padre
abad.
No
obstante,
la
mayoría
de
ellos
vuelven
a
adaptarse,
gracias
a
su
espíritu
de
fe.
Todas
esas
pruebas
agotan
de
forma
prematura
el
organismo
del
padre
abad,
conduciéndolo
hasta
las
puertas
de
la
muerte.
En
los
momentos
que
preceden
a
ésta,
el
padre
Columba
se
une
a
la
Pasión
de
Jesús
mediante
el
Vía
crucis.
Sus
últimas
palabras
son
las
siguientes:
«¡Jesús,
José
y
María!»,
entregando
apaciblemente
su
alma
al
Padre
celestial
el
20
de
enero
de
1923.
Gracias
a
Dom
Raimundo
Thibaut,
su
secretario,
la
enseñanza
oral
de
Dom
Marmion
nos
ha
sido
conservada
en
forma
de
tres
famosos
libros:
Cristo,
vida
del
alma,
publicado
en
1917,
Cristo
en
sus
misterios,
en
1919,
y
Cristo,
ideal
del
monje,
en
1922.
Esos
tres
libros
habían
sido
revisados
por
el
propio
Dom
Marmion.
A
partir
de
1940,
la
tirada
del
primero
(que
será
traducido
a
siete
idiomas)
alcanza
75.000
ejemplares
en
lengua
francesa.
Con
motivo
de
la
beatificación
de
Dom
Marmion,
acontecida
el
3
de
septiembre
de
2000,
el
Papa
Juan
Pablo
II
declaraba:
«Nos
ha
legado
un
verdadero
tesoro
de
enseñanza
espiritual
para
la
Iglesia
de
nuestro
tiempo.
En
sus
escritos
enseña
un
camino
de
santidad,
sencillo
pero
a
la
vez
exigente,
para
todos
los
fieles,
a
los
que
Dios,
por
amor,
ha
destinado
para
que
sean
sus
hijos
adoptivos
en
Cristo
Jesús...
Ojalá
un
amplio
redescubrimiento
de
los
escritos
espirituales
del
beato
Columba
Marmion
ayude
a
los
sacerdotes,
a
los
religiosos
y
a
los
laicos
a
crecer
en
la
unión
con
Cristo
y
a
servirle
como
fiel
testimonio
mediante
el
amor
ardiente
de
Dios
y
el
servicio
generoso
hacia
sus
hermanos
y
hermanas».
Beato
Dom
Columba
Marmion,
permanece
junto
a
nosotros;
transmítenos,
mediante
tu
oración
cerca
de
Dios
y
la
intercesión
de
la
Santísima
Virgen,
la
amplitud
y
la
profundidad
de
tu
amor
por
Él.
Dom
Antoine
Marie,
o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para
más
informaciones
sobre
la
abadía,
se
puede
consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
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