Estimadísimo Amigo
de la Abadía San José:
Viernes
Santo.
Clavado
cruelmente
en la
Cruz,
Jesús
sufre
los
sarcasmos
de los
dos
malhechores
que
padecen
el
mismo
suplicio.
Uno de
ellos
le
insulta:
¿No
eres tú
el
Cristo?
Pues
¡sálvate
a ti y
a
nosotros!
Al ver
la
paciencia
de
aquel
extraño
condenado,
el
otro
ladrón,
tocado
por la
gracia,
acude
en
defensa
de
Jesús:
Éste
nada
malo
ha
hecho.
Y
dirigiéndose
luego
al
Salvador:
Señor,
acuérdate
de mí
cuando
vayas
a tu
Reino.
Jesús
le
responde:
En
verdad
te
digo,
hoy
estarás
conmigo
en el
Paraíso
(cf.
Lc 23,
39,
41-43).
Mediante
esas
palabras,
el
Señor
pronuncia
la
primera
«canonización»
de la
historia.
Así
pues,
«jamás
hay
que
desesperar
de la
misericordia
de
Dios»
(cf.
Regla
de san
Benito
4,
74):
del
mismo
modo
que la
conversión
del
buen
ladrón,
la
vida
de
Jaime
Fesch
ilustra
esa
hermosa
sentencia.
Se
dice
que la
educación
de un
niño
empieza
veinte
años
antes
de su
nacimiento,
con la
educación
de la
madre;
habría
que
añadir
también
que
con la
del
padre.
El
padre
de
Jaime,
Jorge
Fesch,
había
nacido
en
Lieja
(Bélgica)
en
1885,
de
padres
ya
cuadragenarios,
y por
los
años
1920
se
había
establecido
en
Francia,
como
director
de un
banco.
Además
de
descreído,
y de
sentirse
orgulloso
de
serlo
y de
manifestarlo,
alardea
de un
ingenio
agudo.
Detrás
de su
cinismo
se
esconde
cierta
amargura,
así
como
algunas
decepciones
y
desilusiones.
Su
mesa,
que
suele
ser
copiosa,
acoge
algunos
días
numerosos
comensales.
Sin
embargo,
su
afán
en el
trabajo
hace
que
tenga
éxito
profesionalmente.
Como
cuarto
hijo
de la
familia,
Jaime
viene
al
mundo
sin
haber
sido
deseado,
el 6
de
abril
de
1930,
en
Saint-Germain-en-Laye,
y es
bautizado
el 6
de
julio
siguiente;
su
padre
tiene
45
años.
La
esposa
de
Jorge
Fesch
comparte
las
ideas
de su
marido.
Aunque
no
practique
la
religión,
es una
buena
madre
para
los
más
pequeños,
a los
que
ama y
cuida
con
ternura.
Pero
cuando
cumplen
13 ó
14
años
los
abandona.
Así
pues,
los
contactos
de
Jaime
con su
madre
serán
a
partir
de
entonces
fríos
y
reservados.
Jaime
crece
sin
demostrar
ningún
tipo
de
inclinación
por
nada.
Frecuenta
diferentes
centros
de
enseñanza,
de
donde
le
expulsan
a
causa
de su
pereza
e
indisciplina.
Es
débil,
apático,
inestable
y
vicioso.
Dispone
siempre
de
mucho
dinero,
y se
va
moldeando
a
partir
de las
máximas
de su
padre:
amoralidad
y
desprecio
por el
prójimo.
No
obstante,
por
tradición,
llega
incluso
a
tomar
la
primera
Comunión.
Con su
brazalete
blanco,
su
mirada
es
límpida;
pero
se
olvida
muy
pronto
de
todo
aquello.
En
plena
juventud,
buena
parte
de las
noches
las
pasa
en
lugares
de
mala
fama.
Su
padre
se
despreocupa
de él.
Entre
los
años
1947 y
1948,
Jaime
conoce
a
Petra
Polack,
cuyo
padre
ocupa
un
importante
cargo
en la
dirección
de las
Minas
Hulleras
de
Alsacia.
La
joven
es de
familia
cristiana,
ha
recibido
el
Bautismo
y ha
tomado
la
primera
Comunión.
Parece
ser
que es
ella
quien
toma
la
delantera
y
entra
en la
vida
de
Jaime,
que en
aquel
momento
trabaja,
mal
que
bien,
en el
banco
de su
propio
padre.
Los
padres
de
Jaime
no se
entienden,
por lo
que el
ambiente
familiar
es
tenso.
El
padre,
que es
encantador
con
los
extraños,
se
manifiesta
en
familia
sarcástico
y
orgulloso.
Finalmente,
en
1950
la
familia
se
rompe.
La
madre
se
queda
en
Saint-Germain-en-Laye,
y el
padre
fija
su
residencia
en la
región
de
Saumur.
Cuando
el
amor
de
Dios
no
habita
en el
corazón
de los
esposos,
el
matrimonio
resulta
con
frecuencia
muy
frágil,
y la
experiencia
del
hogar
donde
había
nacido
Jaime
Fesch
es una
trágica
muestra
de
ello.
Un
«matrimonio»
sin
amor
En
1950,
Jaime
parte
hacia
Alemania
con
motivo
del
servicio
militar.
Petra,
que se
sabe
encinta
de él,
encuentra
un
trabajo
en
Estrasburgo,
en las
industrias
de su
padre,
el
señor
Polack.
Después
de
prolongadas
vacilaciones,
acaba
informando
a
Jaime
de que
el
niño
que
está
esperando
es
suyo.
Éste
esperará
a
tener
la
mayoría
de
edad
para
casarse
con
Petra
por lo
civil,
en el
ayuntamiento
de
Estrasburgo,
lo que
acontece
el 5
de
junio
de
1951,
un mes
antes
de que
nazca
el
bebé,
la
pequeña
Verónica.
Más
tarde
confesará:
«Me
casé
porque,
en
primer
lugar,
mi
mujer
estaba
embarazada...
A mi
mujer
no la
quiero;
me
llevaba
bien
con
ella,
pero
amistosamente...».
Libre
ya del
servicio
militar,
encuentra
trabajo
en las
industrias
del
señor
Polack,
pero
después
de
cometer
una
malversación
de
fondos
rompe
relaciones
con el
suegro
y se
separa
de
Petra.
Ella
declarará
más
tarde:
«Era
muy
desdichado
cuando
nos
separamos.
Estoy
segura
de que
sufría
mucho.
Lloraba
como
un
chiquillo.
Nunca
dejamos
de
vernos».
Cuando
Jaime
acude
a casa
del
suegro
para
ver a
su
hija
Verónica,
no le
invitan
a
entrar
y se
queda
en el
umbral
de la
puerta
para
acariciarla...
Con el
fin de
ayudar
a su
hijo,
la
madre
de
Jaime
pone a
su
disposición
la
suma
de un
millón
de
francos
de la
época,
para
poner
en
marcha
una
empresa
de
transporte
de
carbón
(1953),
pero
él
derrocha
la
mitad
de esa
cantidad
en la
compra
de un
automóvil
deportivo.
Respecto
a esa
época,
escribirá
más
tarde:
«Me
encontré
solo
en
Saint-Germain-en-Laye,
más
desequilibrado
todavía
a
causa
de esa
experiencia
(la
separación
de
Petra),
que me
dejaba
un
regusto
de
remordimientos.
Intenté
trabajar...
un
mes.
En
cuanto
llegó
el
primer
fracaso
lo
dejé
todo...».
En eso
que
uno de
sus
amigos,
Jaime
Robbe,
consigue
seducirlo
con
una
aventura
a
primera
vista
apasionante:
«¿Acaso
hay
algo
más
novelesco,
aventurero
y
seductor
que un
amigo
susurrándoos
al
oído
las
maravillas
de una
vida
libre
como
navegante
solitario?».
No es
que
Jaime
Robbe
resulte
perverso,
pero
sí
perjudicial;
hace
tiempo
que, a
causa
de las
películas
y de
las
lecturas,
está
acariciando
un
sueño
descabellado:
comprarse
un
velero
para
«huir
bien
lejos»,
pero
abandonará
a su
compañero
en el
último
momento...
El
velero
cuesta
dos
millones
de
francos
y
Jaime
Fesch
no
tiene
dinero,
ya que
su
padre
se
niega
a
financiar
semejante
proyecto.
Una
aventura
que
costará
cara
De
súbito,
una
idea
descabellada
va
perfilándose
en la
mente
de
Jaime:
¡conseguir
esa
cantidad
mediante
el
robo!
Su
aceptación
de
robar
se
debe a
que
ese
acto
«se
desprende
naturalmente
de su
manera
de
entender
las
cosas».
Los
cómplices
a
quienes
se
dirige,
Robbe
y
Blot,
deciden
atracar
a un
cambista,
el
señor
Silberstein,
aunque
no
tienen
intención
de
matarlo.
No
obstante,
Jaime
emprende
un
largo
viaje
para
apoderarse
de una
pistola
de su
padre.
El 25
de
febrero
de
1954
por la
mañana,
Jaime
encarga
al
señor
Silberstein
la
suma
de
2.220.000
francos
en
lingotes
de oro,
que
desea
recoger
esa
misma
tarde.
Hacia
las 18
horas,
aparca
su
automóvil
en las
cercanías
de la
oficina
del
cambista
y toma
la
pistola,
cuyo
seguro
lleva
bloqueado.
En ese
momento
Robbe
y Blot
le
abandonan.
El
primero
se
dirige
a un
agente
de
policía:
«Venga,
mi
mejor
amigo
está
cometiendo
una
tontería».
Mientras
tanto,
Fesch
ha
golpeado
a
Silberstein
en la
cabeza
con la
culata
de la
pistola,
pero
sin
conseguir
que
pierda
el
conocimiento.
El
banquero
lanza
un
grito
de
socorro,
y
Jaime
desbloquea
el
seguro
de la
pistola
y
golpea
por
segunda
vez a
Silberstein
con la
culata,
recibiendo
torpemente
un
disparo
en el
dedo.
Enseguida,
se
apodera
del
dinero
que se
encuentra
en la
caja
fuerte
(330.000
francos
solamente)
y
escapa
a toda
prisa,
perseguido
por
algunos
transeúntes.
Primero
se
precipita
bajo
la
bóveda
de una
puerta
cochera,
escondiéndose
luego
un
momento
en lo
alto
de una
escalera
de
servicio
y
bajando
después.
Pero
alguien
le
reconoce,
y un
agente
de
policía
le
grita:
«¡Arriba
las
manos
o
disparo!».
Jaime,
más
rápido
que el
otro,
acaba
de
disparar
a
través
de la
gabardina,
y la
bala
alcanza
de
lleno
el
corazón
del
agente
de
policía
matándolo.
Jaime
reemprende
la
fuga,
pero
es
detenido
finalmente
por un
policía
jubilado
que le
golpea
con
una
pesada
puerta
en el
rostro,
dejándolo
herido
y en
el
suelo.
Petra,
que
nada
sabe
al
respecto,
lo
espera
en las
cercanías
de la
oficina
del
cambista,
en una
cafetería.
Pero
no es
Jaime
quien
acude
a la
cita,
sino
la
policía.
Tras
ser
sometida
a un
careo
con
Jaime,
cuyo
rostro
sigue
ensangrentado
a
causa
del
golpe
que ha
recibido,
Petra
es
considerada
enseguida
inocente
y es
liberada.
El 27
de
febrero,
el
homicida
es
conducido
a la
cárcel
parisina
de la
Santé,
donde
permanecerá
tres
años.
Poco
tiempo
después
de la
detención
de
Jaime,
Dios
vuelve
a
encender
en el
corazón
de su
madre
algunos
sentimientos
religiosos
que
nunca
se
habían
apagado
del
todo.
Antes
de
morir
de
cáncer
y de
pena,
en
1956,
llegará
a
decir:
«Ofrezco
mi
vida
para
que mi
hijo
tenga
una
buena
muerte».
La
aurora
de la
conversión
En
la
primera
visita
del
capellán,
Jaime
exclama
de
entrada:
«¡No
vale
la
pena!
¡No
tengo
fe!».
El
sacerdote,
sin
embargo,
al
igual
que
con
los
demás
presos,
le
hace
una
breve
visita
de
cortesía
todos
los
días.
De
entre
los
libros
que le
trae,
solamente
uno
llama
su
atención:
el
relato
de las
apariciones
de la
Virgen
del
Rosario
en
Fátima.
Esa
lectura
supone
el
inicio
del
regreso
de
Jaime
a la
fe
cristiana.
María
recibe
el
nombre
de
Astro
precursor
del
Sol, y
así
es, ya
que
cuando
la
devoción
hacia
la
Santísima
Virgen
ilumina
un
alma,
es una
señal
patente
de que
Dios
acudirá
pronto
a
enriquecerla
con su
gracia.
Además,
innumerables
personas,
dóciles
ante
la
petición
de la
Virgen
de
Fátima,
rezan
después
de
cada
decena
del
rosario
la
siguiente
plegaria:
«Jesús
mío,
perdónanos
nuestros
pecados,
guárdanos
del
fuego
del
infierno
y
conduce
al
Cielo
a
todas
las
almas,
sobre
todo a
las
que
más
necesitan
de tu
misericordia».
Sin
duda
alguna,
esa
breve
oración
ejerce
una
influencia
saludable
en las
almas
pecadoras,
y en
especial
en la
de
Jaime
Fesch.
Un
año
después
del
crimen,
el 28
de
febrero
de
1955,
en el
transcurso
de una
visita
a la
cárcel,
Petra
informa
a
Jaime
sobre
las
consecuencias
de un
dramático
asunto
confidencial
que la
pareja
había
vivido
con
angustia
en
diciembre
de
1953,
es
decir,
antes
de la
encarcelación.
Esa
conversación
provoca
en el
alma
de
Jaime
un
dolor
afectivo
que le
quita
el
sueño
durante
varias
noches.
El 1
de
marzo,
oye
con
nitidez
una
voz
que no
procede
de la
tierra
que le
dice:
«Jaime,
estás
recibiendo
las
gracias
de la
muerte».
Esa
llamada
tiene
como
consecuencia
inmediata
su
conversión.
En su
diario
espiritual,
precisa
lo que
sigue:
«Aquel
día
me
encontraba
en la
cama
con
los
ojos
abiertos,
y
estaba
sufriendo
de
verdad,
por
primera
vez en
mi
vida y
con
extraña
intensidad,
sobre
lo que
me
había
sido
revelado
en
relación
a
ciertos
temas
familiares,
y en
aquel
momento
brotó
un
grito
de mi
garganta,
una
llamada
de
socorro:
¡»Dios
mío»!.
E
inmediatamente,
como
viento
violento
que
pasa
sin
que se
sepa
de
dónde
procede,
el
Señor
me
asió
por el
cuello.
Y a
partir
de ese
momento
creí,
con
una
convicción
inquebrantable,
que ya
no me
ha
abandonado
desde
entonces».
Jaime
no
dedujo
que
Dios
existía
a
partir
de un
razonamiento,
sino
que lo
encontró;
encontró
al
Único
capaz
de
transformarlo
arropándolo
con su
ternura.
Nada
tiene
que
ver en
esto
el
miedo,
porque
en
aquella
época
el
homicida
confía
librarse
de la
pena
capital.
Etapas
hacia
la luz
Después
de ese
paso
del
ateísmo
al
cristianismo,
el 2
de
diciembre
de
1955
se
produce
una
segunda
conversión.
Jaime
se
educa
en el
fervor
heroico
consistente
en
recibir
la
muerte
de
manos
de
Dios,
tanto
para
sí
como
para
los
demás.
Él
mismo
escribe:
«Me
encuentro
colmado;
soy
salvado
a mi
pesar,
se me
retira
del
mundo
porque
en él
me
perdería...
El
castigo
que me
espera
no es
una
deuda
que
deba
saldar,
sino
un don
que el
Señor
me
concede».
Y
Jaime
se
documenta
profusamente
acerca
del
alma y
de los
novísimos
(últimas
situaciones
del
hombre),
del
infierno,
de la
vida
de los
bienaventurados
en el
cielo
y de
la
Cruz.
Se
trata
de un
verdadero
noviciado
de la
vida
eterna.
A
pesar
de la
continua
vigilancia
de los
guardianes,
él
reza
de
rodillas.
Su
apostolado
como
neófito
se
hace
ardiente
para
con
los
miembros
de su
familia
y los
demás
presos;
incluso
llega
a
tratarlos
con
dureza
para
despertarlos
de su
incredulidad,
sobre
todo a
Petra,
a la
que
pretende
convertir,
por
amor,
ya que
la
encarcelación
ha
provocado
en él
un
amor
profundo
y
verdadero
hacia
ella,
hasta
el
punto
que
llega
a
escribirle
lo
siguiente:
«Se
ha
producido
en mí
una
doble
transformación:
la
posibilidad
de
amarte
y el
hecho
de que
te amo».
La ama,
pero
la
experiencia
le
enseña
que el
verdadero
amor
va
unido
al
sufrimiento
aquí
en la
tierra.
Poco a
poco,
la fe
va
despertándose
en el
alma
de
Petra;
pocos
días
antes
de la
muerte
de
Jaime,
acudirá
a
comulgar,
tras
más
de
diez
años
de
vida
lejos
de la
Iglesia.
La
religión
sin
rebajas
Jaime
está
convencido
ahora
de que
va a
morir,
porque
Jesús
le ha
hecho
comprender
en dos
ocasiones
que
estaba
recibiendo
gracias
en
previsión
de su
muerte.
Lamenta
que el
capellán
no se
detenga
lo
suficiente
en lo
referente
a la
salvación
eterna,
por lo
que
escribe:
«Este
capellán
es un
hombre
erudito...
pero
está
presentando
una
síntesis
de
conceptos
filosóficos
y
religiosos
que se
alejan
de la
simplicidad
evangélica».
En lo
que a
él
respecta,
sin
estar
obsesionado
por el
infierno,
es
consciente
de sus
pecados
y de
sus
malas
inclinaciones;
contempla
la
condenación
cara a
cara,
como
una
posibilidad
real.
Sin
embargo,
todo
su
diario
habla
de
amor
verdadero
y de
esperanza
firme
en el
Cielo.
«Mi
muerte
es
redentora,
incluso
si
parece
injusta.
No hay
que
luchar
contra
lo que
Dios
ha
decidido...
y que
procede
de una
gran
misericordia».
La
espiritualidad
de ese
preso
arrepentido
se
corresponde
con la
verdad
del
Evangelio.
En la
Exhortación
Apostólica
Reconciliatio
et
paenitentia
del 2
de
diciembre
de
1984,
el
Papa
Juan
Pablo
II nos
recuerda:
«La
Iglesia
tampoco
puede
omitir,
sin
grave
mutilación
de su
mensaje
esencial,
una
constante
catequesis
sobre
lo que
el
lenguaje
cristiano
tradicional
designa
como
los
cuatro
novísimos
del
hombre:
muerte,
juicio
(particular
y
universal),
infierno
y
gloria.
En una
cultura
que
tiende
a
encerrar
al
hombre
en su
vicisitud
terrenal
más o
menos
lograda
se
pide a
los
pastores
de la
Iglesia
una
catequesis
que
abra e
ilumine
con la
certeza
de la
fe el
más
allá
de la
vida
presente;
más
allá
de las
misteriosas
puertas
de la
muerte
se
perfila
una
eternidad
de
gozo
en la
comunión
con
Dios o
de
pena
lejos
de Él.
Solamente
en
esta
visión
escatológica
(referida
a la
suerte
del
hombre
después
de su
muerte)
se
puede
tener
la
medida
exacta
del
pecado
y
sentirse
impulsados
decididamente
a la
penitencia
y a la
reconciliación»
(nº
26).
Los
secretos
de su
corazón
Entre
el 1
de
agosto
y el 1
de
octubre
de
1957,
Jaime
redacta
su
diario
espiritual,
dirigido
a su
hija
Verónica,
que
por
entonces
tiene
seis
años
de
edad.
Más
que su
familiaridad
para
con
los
suyos,
lo que
revela
es su
intimidad
con
Dios.
Jaime
ha
descubierto
a
Jesús,
y
desea
ayudar
ardientemente
a que
Verónica
pueda
descubrirlo:
«Lo
que
tengo
te lo
doy,
para
que,
el
día
en que
seas
una
mujer,
puedas
seguir
mediante
estas
líneas
la
vida
de
quien
fue tu
papá
y que
nunca
dejó
de
amarte
ni un
instante».
El
diario
concluye
de
este
modo:
«Si
al
final
de
estas
páginas
consigo
enseñarte
lo que
puede
ser la
vida,
la
verdadera
vida,
la que
comienza
en el
mundo
hasta
alcanzar
la
plenitud
donde
todo
es luz,
si has
podido
presentir
la
grandeza
y el
precio
de un
alma,
y la
poca
utilidad
del
éxito
terrenal,
estas
líneas
no
habrán
resultado
en
vano,
y
quizás
tú
misma
algún
día,
ante
sabe
Dios
qué
prueba,
sacarás,
de
este
ejemplo
tan
cercano
a ti,
la
fuerza
y el
valor
de
discernir
de
qué
lado
procede
la luz».
Poco a
poco
va
acostumbrándose
a
discernir
los
pensamientos
que
proceden
de
Dios y
los
que
proceden
del
demonio.
Cuando
Jesús
le
hace
sentir
su
presencia,
él
escribe:
«Quisiera
morir
porque
siento
demasiada
alegría...
Sólo
un
canto
de
agradecimiento
puede
brotar
de
nuestras
gargantas».
Pero
no
faltan
tampoco
momentos
de
sufrimiento
interior:
«El
barómetro
de mi
espiritualidad,
que se
detenía
en
«variable»,
está
bajando
cada
vez
más
hacia
la
lluvia
y la
niebla:
el
mundo
y sus
atractivos
recuperan
el
terreno
que
habían
perdido
bajo
la
influencia
de la
gracia...
Si
bien
no
puedo
impedir
que
pensamientos
más o
menos
turbios
invadan
mi
mente,
nada
puede
impedirme
que me
ponga
de
rodillas
y que
rece
mis
plegarias,
incluso
si no
consigo
mantener
la
concentración...
Este
combate
acabará
cuando
Dios
quiera
que
acabe...
Mi
único
mérito
consiste
en que
soy yo
quien
va a
recibir
la
cuchillada
en el
cuello...
Está
claro
que no
es
nada
agradable,
¡pero
después
estaré
tan
contento!...
Será
apenas
un
cuarto
de
hora,
comparado
con la
eternidad...».
Durante
ese
tiempo
tienen
lugar
la
instrucción
y el
juicio
de
Jaime,
un
caso
que
desencadena
apasionados
debates
en la
audiencia
y en
la
prensa.
El
veredicto
tiene
lugar
el 6
de
abril
de
1957,
víspera
de la
Pasión:
Jaime
es
condenado
a
muerte
(la
pena
de
muerte
estuvo
en
vigor
en
Francia
hasta
1981).
El 11
de
julio,
es
rechazado
el
recurso
de
casación.
Solamente
queda
solicitar
el
indulto
al
Presidente
de la
República.
La
contemplación
del
crucifijo
A
medida
que se
aproxima
la
hora
de su
ejecución,
Jaime
se une
cada
vez
más
estrechamente
a la
Pasión
de
Jesús,
llegando
incluso
a
decir:
«Mi
corazón
está
lleno
de
gozo.
Ya no
siento
angustia
ni
espanto,
pues
la
Santísima
Virgen
me los
ha
quitado».
Intenta
con
frecuencia
ponerse
en el
lugar
de
Jesús
en su
Pasión:
«Sobre
todo,
lo que
debe
doler
son
los
clavos,
la
mano
sujetada
a la
fuerza
a lo
largo
del
madero,
la
punta
apoyada
en la
mano
para
centrarla
correctamente;
y
después
el
martillazo
asestado
con
ímpetu,
y las
carnes
que
estallan,
y la
sangre
que
salpica...
¡Y
después
de la
primera
mano,
le
toca
el
turno
a la
segunda!
¡Y
luego
los
pies!...
A
continuación,
el
menor
movimiento
del
cuerpo
debe
restregar
las
llagas
con
los
clavos
y
provocar
insoportables
dolores...
Y qué
podemos
pensar
de los
sufrimientos
de una
madre
que lo
está
viendo
todo y
que
nada
puede
hacer
para
aliviar
a su
hijo;
pobre
Virgen,
humilde,
en
llanto
y
silenciosa
al pie
de la
cruz...».
La
tarde
del 30
de
septiembre
de
1957,
el
abogado
Baudet
informa
a su
cliente,
Jaime
Fesch,
de que
su
recurso
ha
sido
rechazado.
La
ejecución
ha
sido
fijada
para
el
día
siguiente
por la
mañana.
Jaime
regulariza
su
situación
matrimonial
casándose
oficialmente
con
Petra
por la
Iglesia,
gracias
al
sacerdote
de
Saint-Germain-en-Laye.
El 1
de
octubre,
a las
tres
de la
madrugada,
se
levanta
y hace
la
cama.
Las
últimas
líneas
de su
diario
resultan
elocuentes:
«Dentro
de
cinco
horas
veré
a
Jesús.
Me
siento
lleno
de paz
y mis
oraciones
fluyen
como
la
miel...
¡Virgen
Santa,
ten
piedad
de mí!
Creo
que
voy a
terminar
este
diario
donde
está,
porque
estoy
oyendo
ruidos
inquietantes.
Con
tal de
que
aguante
el
tipo...
¡Virgen
Santa,
ayúdame!
Adiós
a
todos,
y que
el
Señor
os
bendiga».
Su
última
carta
irá
dirigida
a su
director
espiritual:
«Espero
en
medio
de la
noche
y de
la paz...
Tengo
la
vista
puesta
en el
crucifijo
y mis
miradas
no se
separan
de las
llagas
del
Salvador.
Y
repito
sin
descanso:
«Es
por ti».
Quiero
guardar
esta
imagen
hasta
el
final,
yo que
voy a
sufrir
tan
poco...
Estoy
esperando
el
Amor».
Hacia
las 5,
el
capellán
y el
abogado
de
Jaime
entran
en la
celda.
Se
confiesa
por
última
vez y
comulga.
Se
encuentra
en una
paz
profunda.
En su
corazón
siente
la
certeza
de la
proximidad
del
Cielo,
y no
deja
de
repetirlo.
Ahora
le
atan
las
manos
a la
espalda,
y él
le
dice
al
capellán:
«¡El
crucifijo,
padre,
el
crucifijo!».
Besa a
su
Señor
en
medio
de la
emoción
general
y se
deja
llevar
hasta
el
cadalso.
Ocho
minutos
más
tarde
tiene
lugar
la
ejecución.
En
nuestros
días,
el
día 1
de
octubre
es la
festividad
de
santa
Teresa
del
Niño
Jesús,
que
tanto
apreciaba
Jaime;
al
igual
que
ella,
él
ofreció
su
vida
al
Amor
Misericordioso.
Informada
de la
muerte
de su
marido,
Petra
consigue
su
diario
espiritual
y lo
lee
entero
ese
mismo
día.
En
diciembre
de
1993,
el
cardenal
Lustiger,
arzobispo
de
París,
abrió
el
sumario
preliminar
a la
beatificación
de
Jaime
Fesch:
«Espero
–dijo–
que
algún
día
sea
venerado
como
figura
de
santidad».
Así
pues,
su
conversión
nos
invita
a no
desesperar
jamás
de la
misericordia
de
Dios y
de la
intercesión
de la
Virgen.
Al
igual
que
Rut la
moabita,
que
cayó
en
gracia
a Booz
y que
obtuvo
permiso
de
éste
para
espigar
en su
campo
las
espigas
que
dejaban
los
segadores
(Rt 2,
1-13),
la
Santísima
Virgen
María
recolecta
valiosamente
en el
campo
de la
Iglesia
y del
mundo
las
almas
perdidas,
las
almas
abandonadas,
aquellas
que
nadie
quiere,
y las
coloca
de
algún
modo
en su
delantal,
las
protege
contra
el
Juez
temible,
ante
el
cual
es la
única
que ha
sabido
hallar
gracia,
y las
introduce,
como
furtivamente,
en los
graneros
eternos
del
Padre
de
familia.
¡Oh
misericordiosa
Virgen
María,
sé
nuestra
guía,
nuestra
luz y
nuestro
consuelo
en el
camino
que
lleva
al
Paraíso!
Dígnate
conducirnos
de la
mano
hacia
la
Ciudad
celestial
de la
cual
eres
Reina,
a fin
de que
podamos
bendecir
durante
toda
la
eternidad
al
Padre
de las
misericordias
y al
Dios
de
todo
consuelo.
Con
estos
pensamientos
llenos
de
confianza
en
María,
Madre
de
Misericordia,
rezamos
por
todas
sus
intenciones,
sin
olvidarnos
de sus
difuntos.
Dom
Antoine
Marie,
o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para
más
informaciones
sobre la
abadía,
se puede
consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
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