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3
de septiembre de
2002
San
Gregorio Magno
Estimadísimo
Amigo de la Abadía
San José:
Aquel 3 de
agosto de
1903, en la
capilla
Paulina del
Vaticano, hay
un cardenal
arrodillado,
llorando,
absorto en
profunda
oración.
Acercándose a
él, un joven
prelado
español,
Monseñor
Merry del Val,
le comunica en
voz baja un
mensaje del deán
del Sacro
Colegio: ¿sigue
determinado a
rechazar el
papado en caso
de ser elegido?
«Sí, sí,
Monseñor –responde
el cardenal
Giuseppe Sarto,
patriarca de
Venecia–, dígale
al cardenal deán
que tenga la
amabilidad de
no pensar en
mi persona».
Más tarde,
ese mismo día,
el cardenal
Sarto,
trastornado,
sigue resistiéndose
ante las
insistencias
de sus
compañeros;
se reafirma en
su indignidad
como Sumo
Pontífice,
incapaz de
sobrellevar
tan abrumadora
carga. «Regrese
entonces a
Venecia si así
lo desea –le
dice
gravemente el
cardenal
Ferrari–,
pero lo hará
con el alma
atormentada
por un
remordimiento
que le
obsesionará
hasta el final
de su vida».
Al día
siguiente, los
votos de los
electores
recaen, como
estaba
previsto, en
el cardenal
Sarto, quien
se abandona en
manos de Dios
y declara: «Si
no es posible
que se aleje
de mí este
cáliz,
¡que sea la
voluntad de
Dios! Acepto
el pontificado
como una cruz.
– ¿Cómo
quiere que le
llamen? – Ya
que los papas
que más
sufrieron por
la Iglesia
durante el
siglo pasado
llevaron el
nombre de Pío,
tomaré ese
nombre». Así
pues, se
convierte en
el Papa Pío
X.
De origen
modesto,
Giuseppe (José)
Sarto había
nacido el 2 de
junio de 1835
en Riese,
pueblecito de
la diócesis
de Treviso, en
el Véneto (norte
de Italia). Su
padre, que es
agente
municipal, no
posee más que
una humilde
casita y un árido
campo. La única
riqueza de sus
padres
consiste en
una fe
sencilla y
profunda que
transmiten a
sus hijos, que
son diez.
Desde muy
joven, José
oye la llamada
del sacerdocio,
respondiendo a
ella con
fervor y
recibiendo la
ordenación
sacerdotal el
18 de
septiembre de
1858. La
divina
Providencia le
lleva a servir
a la Iglesia
en los
diferentes
grados
jerárquicos,
llegando a ser
sucesivamente:
vicario,
párroco,
director
espiritual del
seminario de
Treviso,
obispo de
Mantua y,
finalmente,
patriarca de
Venecia, antes
de ser elegido
Papa,
responsabilidad
abrumadora que
con toda razón
llegaba a
espantarle.
La
vía de acceso
hacia
Jesucristo
El Papa
es el sucesor
del apóstol
san Pedro, a
quien
Jesucristo
dijo: A ti
te daré las
llaves del
Reino de los
Cielos; y lo
que ates en la
tierra quedará
atado en los
cielos, y lo
que desates en
la tierra
quedará
desatado en
los cielos
(Mt 16, 19).
«El «poder
de las llaves»
designa la
autoridad para
gobernar la
casa de Dios,
que es la
Iglesia» (Catecismo
de la Iglesia
Católica, CEC,
553). El
Pontífice
romano recibe
de Cristo una
misión
universal, que
consiste en
anunciar el
Evangelio a
todo el mundo
y en guiar a
toda la
Iglesia,
pastores y
fieles, en la
fidelidad al
Evangelio.
Cuando habla y
actúa no lo
hace por
propia
autoridad,
sino en virtud
de la
autoridad de
Cristo, de
quien es
Vicario.
Ya a partir de
su primera
encíclica,
E supremi
apostolatus,
del 4 de
octubre de
1903, Pío X
hace saber al
mundo entero
cuál será el
programa de su
pontificado:
«Restaurarlo
todo en Cristo,
a fin de que
Cristo sea
todo en todos
(cf. Ef 1, 10
y Col 3,
11)...
Conducir al género
humano al
imperio de
Cristo. Una
vez se consiga,
el hombre se
encontrará,
en
consecuencia,
cerca de Dios...
Ahora bien, ¿dónde
se encuentra
la vía de
acceso que nos
conduce junto
a Jesucristo?
Se encuentra
ante nosotros:
es la Iglesia...
Por eso fue
establecida
por Cristo,
después de
adquirirla con
el precio de
su sangre, por
eso le confió
su doctrina y
los preceptos
de su ley,
prodigándole
al mismo
tiempo los
tesoros de la
gracia divina
para la
santificación
y la salvación
de los
hombres... Se
trata de
conducir a las
sociedades
humanas,
extraviadas y
alejadas de la
sabiduría de
Cristo, a la
obediencia de
la Iglesia; la
Iglesia, a su
vez, las
someterá a
Cristo, y
Cristo a Dios».
El Concilio
Vaticano II
enseña en el
mismo sentido
lo que sigue:
«Dios mismo
ha manifestado
al género
humano el
camino por el
cual los
hombres, sirviéndole
a Él, pueden
salvarse y
llegar a ser
felices en
Cristo.
Creemos que
esta única
verdadera
religión se
verifica en la
Iglesia católica
y apostólica,
a la cual el
Señor Jesús
confió el
encargo de
hacerla llegar
a todos los
hombres...» (Dignitatis
humanæ,
1).
Poner
remedio a la
ignorancia
Dios
quiere la
salvación de
todos mediante
el
conocimiento
de la verdad.
A esa
extraordinaria
benevolencia
de Dios le
corresponde un
deber por
parte del
hombre: «Todos
los hombres,
conforme a su
dignidad, por
ser personas,
es decir,
dotados de razón
y de voluntad
libre, y
consiguientemente
enaltecidos
con
responsabilidad
personal, se
sienten
impelidos por
su propia
naturaleza a
buscar la
verdad, y
tienen
obligación
moral de ello;
sobre todo, la
verdad
religiosa. Están
obligados
también a
prestar adhesión
a la verdad
conocida y a
ordenar toda
su vida según
las exigencias
de la verdad».
Una de las
principales
preocupaciones
de Pío X,
expresada en
la encíclica Acerbo
nimis, del
15 de abril de
1905, es
asegurar el
conocimiento y
la transmisión
de la fe por
medio del
catecismo; en
ella declara
que la
ignorancia
religiosa es
«la causa
principal del
relajamiento
actual, de la
debilidad de
las almas y de
los gravísimos
males que de
ello se
derivan... Allí
donde el espíritu
se halla
rodeado por
tinieblas de
espesa
ignorancia
resulta
imposible que
subsista una
recta voluntad
o unas buenas
costumbres.
Porque, si es
imposible que
quien camina
con los ojos
abiertos se
aparte del
camino recto y
seguro, ese
peligro
amenaza
ciertamente a
quien padece
ceguera. Por
añadidura,
si la luz de
la fe no se ha
extinguido por
completo,
existe la
esperanza de
enmendarse de
las costumbres
corruptas;
pero si ambas,
corrupción de
las costumbres
y carencia de
fe por
ignorancia, se
unen, apenas
habrá sitio
para el
remedio, y el
camino de la
perdición
queda abierto».
En 1905, Pío
X manda
publicar para
la diócesis
de Roma un
catecismo que
sigue siendo
un modelo en
su género. El
Papa Juan
Pablo II
comparte ese
deseo de
proporcionar a
todos una enseñanza
catequética
segura; en
1986, con
motivo de su
viaje a Lyon,
expresaba de
este modo su
intensa
preocupación:
«La
ignorancia
religiosa se
expande de
forma
desconcertante,
la necesidad
de una
propuesta
clara y
ardiente de la
fe se hace
sentir de
forma cada vez
más intensa...».
Como respuesta
a esa
necesidad, el
Santo Padre
publicó en
1992 el Catecismo
de la Iglesia
Católica,
sistemática
exposición de
las verdades
de la fe y
texto de
referencia
para nuestro
tiempo.
La caridad de
José Sarto
con todos quedó
de manifiesto
desde los
primeros años
de su
sacerdocio,
hasta el punto
de convertirse
en legendaria:
era diligente
en darlo todo
y nunca tenía
una moneda en
el bolsillo, y
se jactaba de
haber nacido
pobre y de
vivir como tal.
La llamada a
ejercer la
mayor de las
cargas en la
Iglesia no le
hizo perder la
bondad ni la
humildad,
sobre todo con
respecto a las
personas de
modesta
condición. Se
sentía
responsable de
la suerte de
todos los
desdichados, y
daba sin
llevar la
cuenta. En una
ocasión en
que le
aconsejaron
que moderara
la caridad
para no dejar
en la
bancarrota a
la Iglesia, él
mostró ambas
manos y
respondió: «La
izquierda
recibe y la
derecha da. Si
doy con una
mano, mucho más
recibo con la
otra». Esa
inagotable
caridad
procede de su
unión íntima
con Dios. El
cardenal Merry
del Val, su
secretario de
estado,
presentó el
siguiente
testimonio: «En
todos sus
actos, se
inspiraba
siempre de
pensamientos
sobrenaturales,
y manifestaba
que estaba
unido a Dios.
En los asuntos
más
importantes,
dirigía la
mirada al
crucifijo y se
inspiraba en
él; en caso
de duda,
aplazaba su
decisión y
tenía
costumbre de
decir, mirando
siempre hacia
el crucifijo:
«Él lo
decidirá»».
Un
mal en el seno
de la Iglesia
Como
pastor
vigilante del
rebaño de
Cristo, Pío X
sabe discernir
el peligro que
representa
para la fe de
la Iglesia una
corriente de
pensamiento
que había
aparecido
hacia finales
del siglo XIX.
Con la
apariencia de
adaptarse a la
mentalidad
moderna (de ahí
el nombre de
«modernistas»),
un grupo de
intelectuales
se propone
cambiar
radicalmente
la enseñanza
dogmática y
moral de la
Iglesia.
Decididos a
permanecer en
la Iglesia
para poder
transformarla
con mayor
eficacia, se
proponen darle
un nuevo credo
y nuevos
mandamientos,
conservando el
vocabulario
católico pero
transformando
su sentido
profundo según
sus propias
ideas. Tras
diversas y
caritativas
llamadas de
atención
hacia los
descarriados,
y ante su
obstinación,
Pío X publica
el 3 de julio
de 1907 el
decreto Lamentabili,
que enumera
los errores
modernistas;
dos meses más
tarde, la encíclica
Pascendi
expone
magistralmente
en qué
resulta
contraria esa
escuela a la
sana filosofía
y a la fe
católica.
La escuela
modernista se
basa en
principios
filosóficos
erróneos: el
agnosticismo
absoluto, es
decir, la
imposibilidad
por parte del
espíritu
humano de
alcanzar
certezas, y el
inmanentismo,
según el cual
Dios no puede
ser conocido
de forma
objetiva
mediante
pruebas que se
apoyen en la
razón, sino
únicamente
mediante la
experiencia
subjetiva de
cada uno.
Dichos
principios
conducen a
negar la
existencia de
una verdad
objetiva y, en
consecuencia,
la posibilidad
de una
revelación
divina.
Finalmente, la
religión
queda reducida
a unos
símbolos,
y el mismo
Dios deja de
ser el Creador
trascendente
(es decir,
preexistente
al universo y
superándolo)
para
convertirse
solamente en
una fuerza
inmanente, en
«el alma
universal del
mundo», lo
que conduce
directamente
al panteísmo
(identificación
del mundo con
Dios);
Jesucristo no
es más que un
hombre
extraordinario
cuya persona
histórica ha
sido
transfigurada
por la fe. De
ahí procede
la distinción
modernista
entre el Cristo
de la historia,
que es sólo
un hombre que
murió
crucificado en
Palestina, y
el Cristo
de la fe,
que los discípulos
imaginan que
«resucitó»
y a quien «divinizan»
en su corazón.
De ese modo,
el modernismo
conduce a la
disolución de
todo contenido
religioso
preciso. Por
eso lo definía
el Santo Padre
como la síntesis
y la
confluencia de
todas las
herejías que
intentan
destruir las
bases de la fe
y aniquilar el
cristianismo.
Un
criterio de
fidelidad a
Dios
Las
medidas
adoptadas por
Pío X para
poner remedio
a ese mal, que
había
penetrado «casi
en las propias
entrañas y
venas de la
Iglesia»,
producen en
pocos años el
declive
modernista.
Los
principales
promotores son
apartados de
la enseñanza
católica, y
se da un nuevo
impulso a los
estudios filosóficos
y teológicos
según los
principios de
santo Tomás
de Aquino. En
su firmeza por
la doctrina, Pío
X manifiesta
una gran
bondad hacia
los defensores
del error. En
1908, hace la
siguiente
recomendación
al nuevo
obispo de Châlons
(Francia): «Va
a ser usted el
obispo del párroco
Loisy (sacerdote
excomulgado a
causa de su
obstinación
por el
modernismo).
Llegado el
caso, trátelo
con bondad y,
si da un paso
hacia usted, dé
usted dos
hacia él».
Era la
aplicación
concreta de su
máxima: «Combatir
los errores,
pero sin tocar
a las personas».
De ese modo, Pío
X cumple con
su misión de
«proteger al
pueblo de Dios
de las
desviaciones y
de los fallos,
y garantizarle
la posibilidad
objetiva de
profesar sin
error la fe
auténtica» (CEC
890). A la
solicitud
paternal del
Sumo Pontífice
debe
corresponder
una actitud
filial de
docilidad y de
sumisión por
parte de los
fieles, pues
Jesucristo
dijo a sus
apóstoles:
Quien a
vosotros
escucha, a mí
me escucha;
quien a
vosotros
rechaza, a mí
me rechaza;
quien me
rechaza a mí,
rechaza a Aquél
que me ha
enviado
(Lc 10, 16).
La obediencia
al Magisterio
de la Iglesia
y en especial
a su cabeza
visible, el
Papa, es un
criterio
indispensable
de fidelidad a
Dios. Pío X
lo subraya en
un discurso,
el 10 de mayo
de 1909: «No
os dejéis
engañar por
las sutiles
declaraciones
de quienes no
cesan de
afirmar que
quieren estar
con la Iglesia,
amar a la
Iglesia,
luchar para
que el pueblo
no se aleje de
ella... Sino
que debéis
juzgarlos según
sus obras. Si
desprecian a
los padres de
la Iglesia e
incluso al
Papa, si
intentan por
todos los
medios
sustraerse a
su autoridad a
fin de eludir
sus
orientaciones
y sus
opiniones...,
¿de qué
Iglesia
intentan
hablar esos
hombres?
Ciertamente,
no de la que
se construyó sobre
los cimientos
de los apóstoles
y profetas,
siendo la
piedra angular
el mismo
Cristo Jesús
(Ef 2, 20)».
Todavía
de actualidad
Sin
embargo, el
modernismo,
que con tanto
vigor había
sido
denunciado por
Pío X, no ha
desaparecido.
En 1950, Pío
XII, en la encíclica
Humani
generis,
advierte
contra
diversos
errores, entre
los que hay
algunos que
tienen relación
con el
modernismo. El
filósofo
Jacques
Maritain
escribirá en
1966 en su
libro Le
Paysan de la
Garonne
(El
campesino del
Garona) que «el
modernismo de
los años de Pío
X no era más
que un simple
resfriado de
nariz»
comparado con
la corriente
neomodernista.
Con motivo de
la audiencia
general del 19
de enero de
1972, el Papa
Pablo VI
denunciará «errores
que podrían
arruinar por
completo
nuestra
concepción
cristiana de
la vida y de
la historia.
Son errores
que se
expresaron de
una manera
característica
en el
modernismo,
que, detrás
de otros
nombres, sigue
estando de
actualidad».
El 14 de
septiembre del
mismo año, el
cardenal
Heenan,
arzobispo de
Westminster,
haciéndose
eco de esa
declaración
del Papa, señalará
que si bien la
palabra «hereje»
ya no se
utiliza en
nuestros días,
«no por ello
los herejes
dejan de
existir. La
herejía número
uno es la que
acostumbrábamos
a denominar
modernismo...
El modernismo
está
regresando y
aparecerá de
nuevo como la
principal
amenaza contra
la Iglesia del
futuro. Como
quiera que, en
todas sus
formas, la
autoridad se
ha convertido
universalmente
en algo
impopular,
nunca antes el
clima ha sido
tan favorable
a un ataque
renovado
contra la
autoridad de
Dios y el
Magisterio de
su Iglesia.
Todas las
doctrinas
admitidas
hasta ahora
sin problemas
por los
católicos,
como la
Resurrección,
la Santísima
Trinidad, la
inmortalidad
del alma, los
sacramentos,
el Sacrificio
de la Misa, la
indisolubilidad
del matrimonio,
el derecho a
la vida de los
no nacidos, de
los ancianos y
de los
enfermos
incurables,
serán objeto
con toda
probabilidad
de ataques en
el interior de
la Iglesia del
futuro». La
experiencia de
los últimos
treinta años
es una buena
muestra de la
exactitud de
ese análisis,
y debería
suscitar un
renovado interés
por la enseñanza
de san Pío X.
Iniciativas
audaces
Algunos
escritores han
presentado al
Papa Pío X
como a un
enemigo del
progreso, de
tal forma que
su pontificado
habría estado
polarizado por
«la caza a
los
modernistas».
Pero, en
realidad, es
un pastor muy
atento a las
realidades de
su tiempo,
movido únicamente
por el bien
espiritual de
las almas.
Persuadido de
que la tradición
está viva,
emprende con
audacia
importantes
reformas que
considera
necesarias
para «rejuvenecer»
la Iglesia.
«Es necesario
que mi pueblo
rece en la
belleza»,
suele decir
nuestro santo.
Al constatar
que la música
sacra no
siempre
alcanza su
objetivo, que
consiste en
resaltar el
texto litúrgico
y en
predisponer de
esa manera a
los fieles a
una mayor
devoción, el
Papa, sin
excluir otras
formas legítimas
de canto sacro,
recuerda en el
Motu Proprio Tra
le
sollecitudini
del 22 de
noviembre de
1903, que el
canto
gregoriano
colabora muy
especialmente
a la finalidad
de la liturgia:
la glorificación
de Dios y la
santificación
de los fieles.
Por eso
precisamente
anima a la
restauración
de ese tipo de
canto. El
Concilio
Vaticano II
afirmará
igualmente: «La
Iglesia
reconoce el
canto
gregoriano
como el propio
de la liturgia
romana; en
igualdad de
circunstancias,
por tanto, hay
que darle el
primer lugar
en las
acciones litúrgicas
(Sacrosantum
concilium,
116).
En 1905, según
el deseo que
había
expresado en
su momento el
Concilio de
Trento, pero
que había
quedado en
papel mojado
hasta entonces,
Pío X,
mediante el
decreto Sacra
Tridentina
Synodus,
toma una
iniciativa
pastoral de
suma
importancia:
en contra de
una práctica
enraizada
desde hacía
siglos, abre
la posibilidad
de la comunión
frecuente, e
incluso diaria,
para todos los
que la desean.
Les basta con
estar en
estado de
gracia y con
tener recta
intención, es
decir,
comulgar «no
por costumbre
o vanidad, o
por motivos
humanos, sino
para dar
satisfacción
a la voluntad
de Dios,
unirse a Él
de manera más
íntima
mediante la
caridad y,
gracias a ese
divino remedio,
luchar contra
los propios
defectos e
imperfecciones».
También
resulta
necesario
observar el
ayuno
prescrito (en
la actualidad,
al menos una
hora antes de
la comunión)
e ir vestido
de manera
digna. Cinco años
después, Pío
X autoriza a
los niños a
tomar la
primera comunión
nada más
tener uso de
razón. Hasta
ese momento
era costumbre
esperar hasta
la edad de 12
ó 13 años.
El Papa
considera
dicha reforma
como una
gracia
inestimable
para las almas
de los niños.
«La flor de
la inocencia,
antes de ser
tocada y
mancillada, irá
a cobijarse
cerca de Aquél
a quien le
gusta vivir
entre los
lirios;
implorado por
las almas
puras de los
niños de
corta edad,
Dios reprimirá
su brazo de
justicia».
Con toda
razón,
pues, se llama
a veces a san
Pío X «el
Papa de la
Eucaristía».
Para responder
científicamente
a las
objeciones de
la ciencia y
de la exégesis
modernista, el
Santo Padre
funda en 1909
el Instituto
Bíblico,
otorgándole
la misión de
profundizar en
los estudios
de orden
lingüístico,
histórico y
arqueológico,
favoreciendo
de ese modo un
mejor
conocimiento
de las
Sagradas
Escrituras.
Está
firmemente
convencido de
que nada tiene
que temer la
Iglesia de la
verdadera
ciencia, y de
que los métodos
de investigación
más modernos
pueden y deben
ponerse al
servicio de la
fe.
A fin de
conseguir que
la Iglesia sea
cada vez más
apta y abierta
al avance de
los hombres
hacia
Jesucristo,
san Pío X
ordena la
actualización
y la
codificación
de las leyes
eclesiásticas
que, con el
transcurrir de
los años, habían
llegado a ser
numerosas y
complejas. Esa
obra la llevará
a cabo en 1917
su sucesor, el
Papa Benedicto
XV. Así mismo,
con objeto de
hacer más fácil
el ministerio
de los
sacerdotes,
realiza una
reforma del
breviario
romano, con
una nueva
distribución
de los salmos
para cada día
y una revisión
de las
rúbricas.
¡Perdamos
las iglesias,
pero salvemos
la Iglesia!
En
1905, Francia,
al frente de
la cual se
encuentran
fuerzas
hostiles a la
Iglesia, rompe
sus relaciones
diplomáticas
con la Santa
Sede, declara
la separación
entre la
Iglesia y el
Estado e
intenta
entregar los
bienes eclesiásticos
a «asociaciones
de culto», en
las que los
obispos dejarán
de tener
autoridad
efectiva.
Mediante la
encíclica Vehementer
del 11 de
febrero de
1906, Pío X
reprueba esas
injustas
medidas. La
tesis de la
separación
entre la
Iglesia y el
Estado –dice–
es «absolutamente
falsa».
Efectivamente,
pues «el
Creador del
hombre es
también el
fundador de
las sociedades
humanas... Y,
por eso, no sólo
le debemos un
culto privado,
sino un culto
público y
social para
honrarlo...
Además, la
sociedad civil
«no puede
prosperar ni
durar mucho
tiempo cuando
no deja sitio
a la religión,
regla suprema
y señora
soberana
cuando se
trata de los
derechos de
los hombres y
de sus deberes.
Al rechazar Pío
X las «asociaciones
de culto», así
como los 40
millones de
francos al año
que el
gobierno francés
había
prometido para
el culto, éste
confisca
inmediatamente
todos los
bienes de la
Iglesia,
obligando al
clero a vivir
de limosnas.
Ese rechazo de
Pío X deja
estupefactos a
los enemigos
de la Iglesia,
pero salva la
unidad y la
libertad de
ésta. «Sé que
algunos se
preocupan de
los bienes de
la Iglesia –decía–,
pero yo me
preocupo por
el bien de
la Iglesia ¡Perdamos
las iglesias,
pero salvemos
la Iglesia!».
En los
comienzos de
su pontificado,
Pío X
escribía: «Buscar la
paz sin Dios
resulta
absurdo».
Desde hacía
tiempo había
previsto y
predicho a
menudo una
gran guerra
entre las
naciones
europeas, por
lo que
multiplica sus
gestiones
diplomáticas
para evitar
esa tragedia.
A pesar de
todo, el
verano de 1914
estalla la
primera guerra
mundial. El
corazón del
Santo Padre se
rompe en
pedazos y, en
medio de su
congoja,
repite día y
noche: «Ofrezco
como
sacrificio mi
miserable vida
para impedir
la carnicería
de tantos
hijos míos...
Sufro por
todos los que
caen en los
campos de
batalla...».
El 15 de
agosto, un
malestar
general se
apodera de él,
y el 19 se
encuentra a
las puertas de
la muerte. «Me
entrego en
manos de Dios»
–dice con
una
tranquilidad
sobrenatural.
Hacia mediodía
le administran
los últimos
sacramentos,
que recibe,
tranquilo y
sereno, con
lucidez de espíritu
y admirable
devoción. El
20 de agosto
de 1914, a la
una de la
madrugada,
santiguándose
lentamente y
juntando las
manos, como si
estuviera
celebrando la
Misa, y tras
besar un pequeño
crucifijo, el
Sumo Pontífice
entra en la
vida eterna.
Beatificado en
1951, Pío X
fue canonizado
el 29 de mayo
de 1954 por el
Papa Pío XII.
Con motivo de
una visita
pastoral a
Treviso en
1985, el Papa
Juan Pablo II
lo elogió en
los siguientes
términos: «Tuvo
la valentía
de anunciar el
Evangelio de
Dios en medio
de numerosas
luchas...
Trabajó con
enorme
sinceridad
para
desenmascarar
las engañosas
sinuosidades
de la escuela
teológica del
modernismo,
con gran
valentía,
moviéndole únicamente
en su
compromiso el
deseo de la
verdad, con
objeto de que
la revelación
no quedara
desfigurada en
su contenido
esencial. Ese
gran proyecto
obligó a Pío
X a un
continuo
trabajo
interior para
no buscar el
agrado de los
hombres. Somos
conscientes de
las
adversidades
que tuvo que
sufrir,
precisamente a
causa de la
impopularidad
que le
valieron sus
decisiones.
Como fiel discípulo
del Maestro
Jesús,
pretendió
agradar a Dios,
que prueba
nuestros
corazones.
Pidamos a san
Pío X que nos
inspire el
deseo de
agradar únicamente
a Dios, así
como un espíritu
de sumisión
filial a la
Santa Iglesia
Católica.
Dom
Antoine Marie,
o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más
informaciones
sobre la abadía,
se puede
consultar
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