AVE
MARIA
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
email : hispanizante@clairval.com
23 de agosto
de 2003
Santa Rosa de Lima
Estimadísimo Amigo de la Abadía
San José:
La
educación ejerce habitualmente
una influencia decisiva en la
orientación de la vida de las
personas, como lo demuestra la
historia de un santo del País
Vasco francés. «Desde su más
tierna infancia, san Miguel
Garicoits supo escuchar la
llamada del Señor por el
sacerdocio. La maduración de su
vocación y la disponibilidad de
que dio prueba tuvieron mucho
que ver con el cuidado que le
prodigaron sus padres, con su
amor por la educación moral y
religiosa que recibió y,
especialmente, con las esmeradas
atenciones de su madre. Así
pues, su familia ocupó un lugar
muy importante en su
comportamiento espiritual...
Gracias a ella, el joven Miguel
aprendió a dirigir su mirada
hacia el Señor y a ser fiel a
Jesucristo y a su Iglesia. En
nuestra época, en que los
valores conyugales y familiares
son puestos a menudo en
entredicho, la familia Garicoits
es un ejemplo para las parejas y
para los educadores, que tienen
la responsabilidad de transmitir
el significado de la vida y de
poner de manifiesto la grandeza
del amor humano, así como de
crear el deseo de encontrar y de
seguir a Jesucristo» (Juan
Pablo II, 5 de julio de 1997).
¿Malvado
o santo?
Miguel, primogénito de
los seis hijos de Arnaldo
Garicoits y Graciana Echeverry,
nace en Ibarra, un pueblecito de
la diócesis de Bayona, el 15 de
abril de 1797. La fe de esa
familia pobre se ve fortalecida
por las tribulaciones de la
Revolución, ya que muchos
sacerdotes acosados por los
revolucionarios se han refugiado
en el hogar de los Garicoits,
antes de ser trasladados en
secreto por Arnaldo a España.
Miguel no fue santo de
nacimiento, pues el pecado
original nos alcanza a todos. Más
adelante confesará: «Si no
hubiera sido por mi madre, me
habría convertido en un malvado».
De temperamento impetuoso y con
una fuerza física superior a la
media, suele comportarse de
manera combativa y violenta.
Apenas tiene cuatro años cuando
entra en la casa de un vecino y
arroja una piedra a una mujer de
quien sospecha que ha causado daño
a su madre, huyendo después a
toda prisa. A la edad de cinco
años,
roba un paquete de agujas a un
vendedor ambulante: «Cuando mi
madre vio que lo tenia yo, me
dio una buena reprimenda» —confesará.
Su madre tuvo que intervenir
también en otras ocasiones para
que devolviera objetos robados,
según nos sigue contando: «Apenas
tenía siete años cuando le
arrebaté una manzana a mi
hermano, que era dos años menor
que yo; creía de verdad que con
ello no hacía ningún daño,
pero tras la reflexión «¿Te
gustaría que hicieran lo mismo
contigo?» me mordí la lengua,
y la idea de que no hay que
hacer lo que no nos gustaría
que nos hicieran me impresionó
de tal modo que aquel hecho y
sus circunstancias jamás se han
borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil
temperamento de su hijo,
Graciana no lo abruma con largos
discursos, sino que, de forma
muy sencilla, lo va guiando, a
partir del mundo visible, hacia
el mundo invisible. Ante las
llamas que crepitan en el fogón
de la cocina, ella le dice: «¿Ves
este fuego, Miguel? Pues los niños
que cometen pecado mortal van a
parar a un fuego mucho peor que
éste». El niño se pone a
temblar, pero aprende una lección
muy útil sobre el más allá,
además de adquirir un profundo
horror por el pecado. Sin
embargo, y más a menudo que el
infierno, es el Cielo lo que
resalta su madre en sus
reflexiones. Un buen día,
deseoso de subir al Cielo cuanto
antes, Miguel se imagina que
conseguirá alcanzarlo fácilmente
desde lo alto de la colina donde
pace su rebaño. Después de una
fatigosa ascensión, se da
cuenta de que el cielo sigue
estando igual de alto, pero que
parece tocar otra cima, más
elevada, por lo que se dirige
enseguida hacia aquella colina más
alejada. Y de ese modo, de
colina en colina, llega a
perderse, debiendo pasar la
noche al raso. Al día siguiente,
encuentra el camino, consigue
reunir el rebaño y regresa al
hogar paterno. Nadie le reprocha
aquella escapada infantil, pero
él guarda en lo más hondo de
su corazón el deseo de alcanzar
el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la
escuela del pueblo; gracias a su
inteligencia despierta y a su
infalible memoria, alcanza
enseguida el primer puesto. Pero
a partir de 1809, su padre lo
coloca como sirviente en una
granja, a fin de conseguir algún
dinero. Cuando sale con el
rebaño,
Miguel lleva siempre consigo un
libro para instruirse,
aprendiendo de ese modo la gramática
y el catecismo. Dos años más
tarde, su alma se ve invadida
por una gran inquietud, pues
todavía no ha hecho la primera
comunión. Al cabo de unos meses,
consigue permiso para recibir a
Jesús. En adelante, la sed de
la Eucaristía habitará en su
alma; siendo ya sacerdote,
escribirá: «Es el Dios fuerte:
sin Él, mi alma desfallece,
tiene sed... Es el Dios vivo:
sin Él, muero... Lloro noche y
día cuando me siento alejado de
mi Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera la posibilidad
de la vocación y, poco a poco,
va acariciando la idea de
hacerse sacerdote. En 1813, de
regreso con sus padres, les
confiesa su decisión. Pero topa
con su rechazo, puesto que la
familia es pobre y no puede
pagar los gastos de esos
estudios. El joven recurre
entonces a su abuela, quien,
después de convencer a los
padres, recorre a pie los veinte
kilómetros que la separan de
Saint-Palais para hablar con un
sacerdote conocido suyo,
consiguiendo de éste que admita
a Miguel en su casa para que
pueda seguir estudios en el
colegio. En el presbiterio, la
vida del joven estudiante es
dura, pues debe cumplir
numerosas tareas domésticas sin
por ello descuidar los estudios.
Pero, con la obstinación
heroica que es propia de su
carácter,
a fuerza de estudiar sin parar,
ya sea mientras camina o
mientras come, o incluso sacando
tiempo de una parte de sus
noches, consigue excelentes
resultados. Se hace amigo de un
joven piadoso que iba a morir
prematuramente, llamado Evaristo.
A propósito de ello dirá más
tarde: «Dios le otorgaba una
sabiduría superior a toda la
ciencia de los teólogos, y
alcanzaba un admirable grado de
recogimiento y de unión íntima
con Él, con las maneras más
amables y los procedimientos más
caritativos para con el prójimo».
Después de tres años viviendo
en Saint-Palais, Miguel es
enviado a Bayona, donde
permanecerá al servicio del
obispado y seguirá sólidos
estudios en la escuela Saint-Léon.
Los esfuerzos que realiza para
superar su temperamento y
dedicarse al prójimo obran en
él una notable transformación.
Él mismo nos cuenta un rasgo de
su conducta: «En el obispado,
tenía que soportar a menudo el
mal humor de la cocinera, y yo
me vengaba limpiando alegremente
la ollas y las cazuelas; ella
acabó ocupando su tiempo libre
en coser mis pañuelos y en
lavarme la ropa».
De
reacción lenta pero profundo
En 1818, Miguel ingresa
en el seminario menor de
Aire-sur-l'Adour, y más tarde,
el año siguiente, en el
seminario mayor de Dax. En un
principio sus profesores piensan
que es de reacción lenta, pero
enseguida se percatan de que
procura llegar al fondo de todas
las cuestiones y de que responde
siempre de manera pertinente. En
aquel tiempo, la diócesis de
Bayona tenía costumbre de
enviar a París, al seminario de
Saint-Sulpice, a sus estudiantes
más destacados para darles una
formación más esmerada. Miguel
es designado unánimemente para
recibir ese favor, pero, en el
último momento, temiendo con
razón el obispo perderlo para
la diócesis, lo retiene en Dax.
En 1821, se le encarga la
responsabilidad de profesor en
el seminario menor de Larressore,
donde, durante el tiempo libre
que le permiten las clases,
prosigue los estudios de
teología. Finalmente, el 20 de diciembre
de 1823, es ordenado sacerdote.
A principios del año 1824,
Miguel es nombrado vicario en
Cambo. El cura de la parroquia,
de avanzada edad y paralítico,
deja en manos del joven vicario
toda la carga del ministerio. Éste
dirá sonriendo: «Si me han
elegido para este puesto es sin
duda porque tengo unos hombros
fuertes». El Padre Garicoits
consigue ganarse en poco tiempo
el corazón de sus feligreses.
Sus sermones transparentes y al
alcance de todos, animados por
el amor de Dios y del prójimo,
atraen a la iglesia a más de
uno de sus compatriotas que había
olvidado el camino. Su reputación
se difunde por todo el País
Vasco, pasando días enteros en
el confesionario, a costa
incluso de quedarse sin comer.
Se encarga personalmente del
catecismo de los niños,
convencido de que es misión de
todo sacerdote enseñar los
fundamentos de la doctrina
cristiana, y de que, para mucha
gente, un buen catecismo acaba
siendo el principal recuerdo
cristiano en la hora de la
muerte. Su carácter vigoroso le
permite entregarse a numerosas
penitencias; los días festivos,
no obstante, se integra en el
alborozo de la población y
asiste a las partidas de pelota
vasca. Después se retira a la
iglesia para rezar durante largo
rato ante el Santísimo
Sacramento.
A finales de 1825, Miguel
Garicoits es nombrado profesor
de filosofía en el seminario
mayor de Bétharram, de donde
llega a ser también ecónomo.
El estado del seminario, tanto
en el aspecto material como
espiritual, es del todo mediocre.
Los edificios, adosados a una
colina, son muy húmedos. La
disciplina, el fervor religioso
y el funcionamiento de los
estudios dejan mucho que desear,
ya que el superior, casi
octogenario, carece de la fuerza
necesaria para gobernar la casa.
Así pues, el Padre Garicoits es
destinado a Bétharram para
intentar implantar una reforma
que ya se ha hecho necesaria y
urgente. La tarea no resulta
fácil,
pero sus cualidades morales son
garantía de una audiencia
importante entre los
seminaristas, permitiéndole
realizar poco a poco una
saludable reforma. En 1831, el
superior del seminario entrega
su alma a Dios, por lo que el
Padre Garicoits es nombrado en
su lugar. Sin embargo, ese mismo
año, el obispo toma la decisión
de trasladar el seminario a
Bayona, donde envía en primer
lugar a los estudiantes de
filosofía. En poco tiempo, el
nuevo superior de Bétharram se
encuentra solo en medio de
aquellos grandes edificios
vacíos,
pero la alegría y el humor no
lo abandonan...
Hacer
el bien y esperar
Los edificios del
seminario de Bétharram están
adosados a un santuario
consagrado a la Santísima
Virgen desde el siglo xvi, donde
se han producido muchos milagros.
Allí acuden para honrar a la
Madre de Dios multitud de gentes
de toda la comarca, pero también
peregrinos de regiones alejadas.
El Padre Garicoits aprovecha su
disponibilidad para dedicarse a
un apostolado abundante y
fecundo mediante la confesión y
la dirección espiritual. Su
disponibilidad se hace extensiva
a las religiosas del convento de
Igon, que visita varias veces a
la semana. El convento se
encuentra a cuatro kilómetros
de Bétharram y acoge a una
comunidad de Hijas de la Cruz,
miembros de una congregación
dedicada al apostolado en medio
popular, fundada recientemente
por santa Isabel Bichier des
Ages. Los contactos del Padre
Garicoits con las hermanas le
permiten apreciar las ventajas
espirituales de la vida
religiosa y su fuerza
apostólica.
La gran admiración que siente
por san Ignacio de Loyola y sus
Ejercicios Espirituales le
mueven a querer ser jesuita. En
1832, realiza en Toulouse un
retiro espiritual con los Padres
jesuitas, tras el cual el Padre
que lo dirige le asegura: «Dios
quiere que sea algo más que
jesuita... Siga su primera
inspiración, porque considero
que procede del Cielo, y llegará
a ser el padre de una familia
religiosa que será hermana
nuestra. Mientras tanto, Dios
quiere que permanezca en
Bétharram,
siguiendo con los ministerios
que tiene encomendados. Haga el
bien y espere.
Así pues, el Padre Garicoits
retoma su trabajo habitual,
aunque sin abandonar la idea de
formar una comunidad religiosa
dedicada sobre todo a la
enseñanza,
a la educación y a la formación
religiosa del pueblo obrero y
del campesinado, pero también a
toda suerte de misiones. Para
conseguir ese objetivo, solicita
tres sacerdotes ayudantes. El
obispo concede a esa pequeña
comunidad los privilegios de los
misioneros diocesanos,
existentes ya en Hasparren, en
el otro extremo de la diócesis.
La comunidad va creciendo poco a
poco con la incorporación de
novicios destinados al
sacerdocio y de hermanos
coadjutores. En Bétharram, el
Padre Garicoits crea una «misión»
perpetua para asegurar el
servicio del santuario, recibir
y confesar a los peregrinos y
dirigir retiros espirituales. En
el transcurso de esos retiros
entrega a los asistentes el
libro de los «Ejercicios
Espirituales» de san Ignacio.
Inspirándose en el «Principio
y Fundamento» formulado por san
Ignacio, según el cual «El
hombre ha sido creado para
alabar, honrar y servir a Dios
Nuestro Señor, y salvar así su
alma», él afirma que «Poseer
a Dios eternamente es el bien
supremo del hombre, y su mal
supremo es la condenación
eterna. He ahí dos eternidades.
La vida presente es como un
camino por el que podemos llegar
a una o a otra de esas dos
eternidades».
¡Menudo
empleo!
San Miguel Garicoits
creía,
como toda la Iglesia, en la
existencia del infierno. Según
nos recuerda el Catecismo de
la Iglesia Católica, La
enseñanza de la Iglesia afirma
la existencia del infierno y su
eternidad. Las almas de los que
mueren en estado de pecado
mortal descienden a los
infiernos inmediatamente después
de la muerte y allí sufren las
penas del infierno, «el fuego
eterno» (CEC 1035). En
el Evangelio, Jesús nos pone en
guardia muy a menudo contra el
infierno. En el momento del
juicio final, se dirigirá a
quienes estén a su izquierda y
les dirá: «Apartaos de mí,
malvados, al fuego eterno
preparado para el Diablo y sus
ángeles»... E irán éstos a
un castigo eterno, y los justos
a una vida eterna (Mt 25,
41-46). Esas palabras de Verdad
no pueden engañarnos; así
pues, ese día habrá réprobos,
perdidos para siempre a causa de
su propio pecado. De ahí que el
entusiasmo del Padre Garicoits
por la salvación de las almas
le inspirara palabras inflamadas
de amor, según dice a sus
sacerdotes: «Nuestro principio
consiste en trabajar por la
salvación y la perfección
propias, así como por la
salvación y la perfección del
prójimo. Esforzarnos en ello
por entero, por nosotros, es
vivir; esforzarnos
descuidadamente es languidecer,
y no esforzarnos es la muerte.
Trabajar para evitar el infierno,
para ganar el cielo, para salvar
almas que tanto han costado a
Nuestro Señor y que el demonio
intenta continuamente que se
pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso
no nos pide toda nuestra
dedicación? ¿Tememos hacer
demasiado? ¿Haremos lo
suficiente? Nunca podremos hacer
tanto como hacen el demonio y el
mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de
Bétharram»
no olvida ningún detalle de la
Verdad revelada. Conoce la
inmensidad de la misericordia de
Dios para quienes consienten en
recibirla. Durante la visita a
un condenado a muerte, le
asegura de golpe: «Amigo, está
usted en buena situación; arrójese
en el seno de la misericordia de
Dios con entera confianza. Diga
«¡Dios mío, ten piedad de mí!»
y se salvará». Y en otra ocasión
dijo: «Si un buen día, de
camino entre Bétharram e Igon,
me encontrara en peligro de
muerte y me viera cargado de
pecados mortales, sin auxilio y
sin confesor, me arrojaría en
brazos de la misericordia de
Dios y me sentiría en muy buena
situación».
Ternura
por todas partes
Uno de sus religiosos
escribe lo siguiente acerca de
él: «Estaba tan seguro y
convencido de la bondad de Dios
como de la miseria del hombre, y
para él era menos comprensible
el sentimiento de desconfianza
hacia Dios que la presencia de
orgullo en el corazón del
hombre». Miguel Garicoits obtenía
su dulzura de la contemplación
de Jesús: «¿Qué nos predica
Nuestro Señor? Siempre ternura:
en la Encarnación, en la Santa
Infancia, en la Pasión, en el
Sagrado Corazón, en toda su
persona interior y exterior, en
sus palabras, en sus miradas...
¿Cuál debe ser el principal
carácter de nuestra vida
espiritual? La ternura cristiana.
Sin esa ternura, nunca
llegaremos a poseer ese espíritu
generoso con el que debemos
servir a Dios. La ternura es
igualmente necesaria en nuestra
vida interior y en nuestras
relaciones con Dios como en
nuestra vida exterior y en
nuestras relaciones con los
hombres. Y, ¿cuál es el don
del Espíritu Santo cuya
finalidad específica es
proporcionar esa ternura? El don
de la piedad».
Durante el siglo xix, en el
mundo católico francés, tomaba
consistencia la idea de que para
recristianizar Francia, después
de la Revolución, era necesario
recristianizar la escuela.
Convencido de ello, en noviembre
de 1837 el Padre Garicoits abre
una escuela primaria en
Bétharram,
no sin la oposición de algunos
miembros de su comunidad, que
desean reservar las fuerzas
disponibles para las misiones.
Sin embargo, el éxito es
inmediato: pronto se alcanza la
cifra de doscientos alumnos.
Para nuestro santo, educar es «formar
al hombre y prepararlo para que
sea capaz de seguir una carrera
útil y honorable según su
condición, y preparar de ese
modo la vida eterna, educando la
vida presente... La educación
intelectual, moral y religiosa
es la mayor obra humana que
pueda hacerse, y es la
continuación de la obra divina
en su aspecto más noble y más
elevado, la creación de las
almas... La educación imprime
belleza, nobleza, urbanidad y
grandeza. Es una inspiración de
vida, de gracia y de luz».
Animado por la maravillosa
transformación que constata en
los alumnos, el fundador abre o
restaura, a lo largo de los
años,
varias escuelas en la región.
Sensible a los ataques de los
enemigos de la religión, y
deseoso de defenderla, Miguel
Garicoits se esfuerza en
iluminar a las almas mediante
una seria formación doctrinal;
sobre todo, se aplica con
asiduidad a la apologética,
exposición de las verdades que
apuntalan nuestra fe. «La fe en
un Dios que se revela se basa en
los razonamientos de nuestra
inteligencia. Cuando
reflexionamos, constatamos que
las pruebas de la existencia de
Dios no nos faltan. Son pruebas
que han sido elaboradas en forma
de demostraciones filosóficas
según el encadenamiento de una
lógica rigurosa. Pero pueden
también manifestarse de una
forma más sencilla y, como
tales, resultan accesibles a
toda persona que intente
comprender el significado del
mundo que le rodea» (Juan Pablo
II, 10 de julio de 1985). El «Directorio
para el catecismo», publicado
por la Congregación del clero
en 1997, afirma: «Actualmente
resulta indispensable una fe
apologética, que favorezca el
diálogo entre la fe y la
cultura».
En 1838, el Padre Garicoits
solicita a su obispo que le
permita seguir, junto con sus
compañeros, las Constituciones
de los jesuitas. Monseñor
Lacroix acepta provisionalmente,
remitiéndoles posteriormente a
los Padres, que en adelante
recibirán el nombre de «Padres
auxiliares del Sagrado Corazón
de Jesús», una nueva Regla que
ha elaborado para ellos. Pero el
texto resulta muy deficiente; así
por ejemplo, los votos no se
reconocen con toda su fuerza, el
obispo se reserva funciones que
deberían corresponder al
superior, etc. En su profunda
humildad y obediencia, el Padre
Garicoits se somete, a pesar de
ello, sin la menor reserva. No
obstante, algunas disposiciones
defectuosas de la nueva Regla
causan en la comunidad ciertas
disensiones que el fundador
deberá sufrir hasta el final de
su vida. Este último explica
numerosas veces a su obispo la
incoherencia de esa situación,
pero resulta infructuoso. Un
buen día, tras regresar de una
entrevista con Mons. Lacroix,
confiesa conmocionado: «¡Cuán
laborioso resulta el
alumbramiento de una
congregación!».
Habrá que esperar a la muerte
del fundador y a los años 1870
para que la nueva Congregación
consiga establecerse según las
perspectivas del Padre Garicoits.
«¡Adelante!
¡Hasta el Cielo!»
Con motivo de sus viajes
a Bayona para hablar con el
obispo, el Padre Garicoits se
dirige a veces a casa de sus
padres. Llega al anochecer, cena
y pasa casi toda la noche
charlando con su padre, demostrándole
la mayor de las ternuras y
llegando incluso a fumar usando
una de las pipas del anciano.
Después recobra su desbordante
actividad, repartiendo su tiempo
entre su Congregación, las
hermanas de Igon, las escuelas,
las misiones y la dirección de
las almas. Hacia 1853, aquella
salud tan robusta empieza a
desfallecer, y un ataque de parálisis
lo detiene momentáneamente. En
1859, sufre un nuevo ataque,
pero se recupera milagrosamente
y tranquiliza de este modo a los
suyos: «Estad tranquilos,
seguiremos mientras lo quiera el
Señor». Durante la cuaresma de
1863, una crisis especialmente
grave hace presagiar su próximo
final. Sin perder su entusiasmo,
exclama ante las hermanas de
Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta
el Cielo! ¡Hay que ir al
paraíso!».
El 14 de mayo de ese mismo año,
festividad de la Ascensión, se
apaga murmurado: «Ten piedad de
mí, Señor, en tu inmensa
misericordia».
«¡Padre, aquí estoy!» Ése
es el grito que desbordaba del
corazón de san Miguel Garicoits:
«Dios es Padre – decía –,
hay que entregarse por completo
a su amor, hay que contestarle:
«¡Aquí estoy!», y Él
levantará al momento a su hijo
de la cuna de la miseria y le
prodigará todos sus abrazos».
Ésa es la gracia que pedimos a
san José y a san Miguel
Garicoits para usted y para
todos sus seres queridos.
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la
abadía, se puede consultar
http://www.clairval.com/
ou
http://www.userpa
ge.fu-berlin.de/~vlaisney/index_es.htm
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