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AVE
MARIA
Abbaye
Saint-Joseph de Clairval
21150 Flavigny sur Ozerain
France |
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26 de mayo de 2004
San Gregorio VII, Papa
Estimadísimo Amigo de la
Abadía San José:
En una ocasión,
mientras contemplaba una copia de la imagen de
Nuestra Señora de Guadalupe, el Papa Juan Pablo
II hizo la siguiente confidencia: «Me siento atraído
por esta imagen, pues ese rostro está lleno de
ternura y de sencillez; me llama...». Más tarde,
el 6 de mayo de 1990, con motivo de una
peregrinación a México, el Santo Padre
beatificaba a Juan Diego, mensajero de Nuestra Señora,
y en aquella ocasión decía: «La Virgen eligió
a Juan Diego entre los más humildes para recibir
aquella amable y graciosa manifestación que fue
la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Su
rostro maternal en la santa imagen que nos dejó
como regalo es un recuerdo permanente de ello».
En el siglo xvi, la Virgen, conmovida de lástima
por el pueblo azteca, que, viviendo en las
tinieblas de la idolatría, ofrecía a sus ídolos
multitud de víctimas humanas, se dignó ocuparse
ella misma de la evangelización de aquellos
indios de América Central, que eran también sus
hijos. Un dios de los aztecas, al que se había
atribuido la fertilidad, se había transformado
con el tiempo en un dios feroz. Ese dios, símbolo
del sol y en combate permanente con la luna y las
estrellas, necesitaba, según se creía, de sangre
humana para reparar sus fuerzas, pues si sucumbía
él, la vida se extinguiría. Por lo tanto, parecían
imprescindibles cada vez nuevas víctimas para
ofrecerle en perpetuo sacrificio.
Un águila
sobre un cactus
Los sacerdotes aztecas habían profetizado
que su pueblo nómada se establecería en el lugar
donde se viera un águila posada sobre un cactus
en actitud de devorar una serpiente. Esa águila
figura en la actualidad en la bandera de México.
Llegados a una isla pantanosa, en el centro del
lago Texcoco, los aztecas comprueban que se ha
cumplido la predicción: un águila, posada sobre
un cactus, está devorando una serpiente; es el año
1369. Allí fundan su ciudad de Tenochtitlan, que
se convertirá en México. La ciudad se desarrolla
hasta convertirse en una ciudad sobre pilotes con
numerosos jardines flotantes donde abundan las
flores, las frutas y las verduras. La organización
progresiva del reino azteca lo convierte en un
imperio jerarquizado y muy estructurado, donde
destacan por su excelencia para la época los
conocimientos de los matemáticos, astrónomos,
filósofos, arquitectos, médicos, artistas y
artesanos, si bien las ciencias experimentales son
poco conocidas, pues incluso ignoran la rueda. El
poderío y la prosperidad de Tenochtitlan proceden
sobre todo de la guerra, ya que las ciudades
conquistadas deben pagar un tributo de mercancías
diversas y de hombres para la guerra y los
sacrificios. Tanto los sacrificios humanos como la
antropofagia de los aztecas no han tenido
equivalente en el transcurso de la historia.
En 1474, viene al mundo un niño al que se pone el
nombre de Cuauhtlatoazin («águila que habla»).
A la muerte de su padre, es un tío suyo quien se
encarga del pequeño. A partir de la edad de tres
años, como a todos los niños aztecas, le enseñan
a participar en las tareas domésticas y a
comportarse dignamente. En la escuela, aprende
canto, danza y sobre todo la religión de múltiples
dioses. Los sacerdotes ejercen una influencia muy
importante sobre la población, a la que mantienen
en una sumisión que raya en el terror.
Cuauhtlatoazin tiene trece años cuando se procede
a la consagración del gran templo de
Tenochtitlan. Durante cuatro días, los sacerdotes
sacrifican 80.000 víctimas humanas a su dios.
Después del servicio militar, Cuauhtlatoazin se
casa con una joven de su condición, emprendiendo
juntos una vida modesta de agricultores.
En 1519, Hernán Cortés desembarca en México al
frente de 500 soldados, conquistando el país para
la corona española, pero con el afán añadido de
evangelizar a los aztecas. En 1524 consigue que
lleguen a México doce franciscanos; estos
misioneros se integran rápidamente en la población,
ya que su bondad contrasta con la dureza de los
sacerdotes aztecas y con la de algunos
conquistadores. Aunque empiezan a edificarse
iglesias, los indios se muestran bastante remisos
al Bautismo, sobre todo a causa de la poligamia,
que deben abandonar.
Cuauhtlatoazin y su mujer figuran entre los
primeros en recibir el Bautismo, con los nombres
respectivos de Juan Diego y María Lucía. Tras la
muerte de ésta, en 1529, Juan Diego se retira a
Tolpetlac, a 14 km de México, en casa de su tío
Juan Bernardino, convertido también al
cristianismo. El 9 de diciembre de 1531, como
tiene costumbre de hacer cada sábado, parte muy
temprano para asistir a la Misa que los padres
franciscanos celebran, cerca de la ciudad de México,
en honor de la Virgen. Al pasar al pie de la
colina de Tepeyac, oye de repente un canto suave y
sonoro que parece provenir de un enorme grupo de pájaros.
Levanta la vista hacia lo alto de la colina y
vislumbra una nube blanca y resplandeciente. Mira
a su alrededor para cerciorarse de que no está soñando
y, de súbito, el canto se interrumpe y una voz de
mujer, dulce y delicada, lo llama: «¡Juanito,
Juan Dieguito!». Trepa rápidamente por la colina
y se encuentra en presencia de una hermosísima
joven cuyos vestidos brillan como el sol.
«Un
templo donde manifestaré mi amor»
La joven se dirige a él en náhuatl, su
lengua materna, y le dice: «Juanito, hijo mío,
¿dónde vas? – Noble Dama, Reina Mía, voy a oír
Misa a México para aprender las cosas divinas que
nos enseña el sacerdote. – Quiero que sepas con
certeza, querido hijo mío, que soy la perfecta y
siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios de
quien procede toda vida, Señor de todas las cosas
y Creador del cielo y de la tierra. Deseo con gran
anhelo que se construya, en mi honor, un templo en
el que manifestaré mi amor, mi compasión y mi
protección. Soy vuestra Madre llena de piedad y
de amor por vosotros y por todos los que me aman,
confían en mí y recurren a mí. Escucharé sus
lamentos y aliviaré sus aflicciones y
sufrimientos. A fin de que pueda manifestar todo
mi amor, preséntate ante el obispo, en México, y
dile que te envío para que tenga conocimiento del
gran deseo que siento de que se construya, aquí,
un templo dedicado a mí».
Juan Diego se dirige sin dilación al obispado.
Monseñor Zumárraga, religioso franciscano y
primer obispo de México, hombre piadoso y lleno
de entusiasmo, de corazón desbordante de bondad
hacia los indios, escucha atentamente a ese pobre
hombre, pero, creyendo que se trata de una ilusión,
no da crédito a sus palabras. Por la tarde, Juan
Diego emprende el camino de regreso. En la cima de
la colina de Tepeyac recibe la agradable sorpresa
de encontrarse de nuevo con la aparición, a quien
relata su misión, añadiendo: «Os suplico que
confiéis vuestro mensaje a alguien más conocido
y respetado que yo, para que puedan creerlo. Yo no
soy más que un humilde indio que habéis enviado
a las altas esferas como mensajero. Además, no me
han creído y no he podido más que causaros una
gran decepción. – Querido hijo mío, responde
la Dama, debes comprender que hay muchos de mayor
condición que la tuya a quienes habría podido
confiar mi mensaje; sin embargo, mi proyecto se
llevará a cabo gracias a ti. Regresa mañana ante
el obispo... y dile que soy yo, en persona, la
Virgen María, Madre de Dios, quien te envía».
El domingo por la mañana, inmediatamente después
de la Misa, Juan Diego se presenta ante el obispo.
El prelado le hace muchas preguntas y, luego, le
pide una señal tangible de la realidad de la
aparición. Cuando Juan Diego regresa a su casa,
dos servidores del obispo le siguen con discreción.
Llegado al puente de Tepeyac, Juan Diego
desaparece de su vista y, a pesar de buscarlo en
la colina y por los alrededores, no consiguen
encontrarlo. Llenos de ira, declaran al obispo que
se trata de un impostor al que no hay que creer en
absoluto. Mientras tanto, Juan Diego cuenta a la
hermosa Dama, que lo estaba esperando en la colina,
su nueva entrevista con el obispo. «Regresa mañana
por la mañana a buscar la señal que reclama,
responde la aparición».
¡Rosas
en pleno invierno!
De camino hacia su casa, el indio encuentra
enfermo a su tío y, al día siguiente, debe
quedarse con él para cuidarlo. Como quiera que la
enfermedad se agrava, el tío pide al sobrino que
vaya a buscar a un sacerdote. Al despuntar el día,
el martes 12 de diciembre, Juan Diego emprende el
camino de la ciudad. Al acercarse a la colina de
Tepeyac, considera más adecuado dar un rodeo para
no encontrarse con la Dama. Pero, de repente, ve cómo
ella acude a su encuentro. Lleno de confusión,
explica su situación y promete regresar nada más
encuentre a un sacerdote para que atienda a su tío.
«Hijo mío, dice la aparición, no estés
afligido por la enfermedad de tu tío, porque no
va a morir. Te aseguro que se curará... Sube
hasta la cima de la colina, recolecta las flores
que allí verás y tráemelas». Al llegar a la
cima, el indio queda sorprendido de ver una gran
cantidad de flores esplendorosas; son flores de
Castilla que irradian un suave perfume. En efecto,
pues en esa estación invernal el frío no permite
que nada pueda subsistir, y además el lugar es
demasiado árido para permitir el cultivo de
flores. Juan Diego recolecta esas flores, las
deposita en su manto, o tilma, y emprende el
descenso de la colina. «Hijo mío, dice la Dama,
entrega al obispo esas flores como señal... Eso
le incitará a construir el templo que le he
pedido».
Juan Diego corre en pos del obispo. A su llegada,
los servidores le hacen esperar durante largas
horas, pero, sorprendidos por tanta paciencia e
intrigados por lo que lleva en la tilma, acaban
llamando al obispo, quien, aunque acompañado por
varias personas, le hace pasar inmediatamente. El
indio relata su aventura, despliega la tilma y
deja caer en el suelo las flores todavía
destellantes de rocío. Con lágrimas en los ojos,
Mons. Zumárraga cae admirado de rodillas ante
aquellas rosas de su país. De súbito, percibe
sobre la tilma el retrato de Nuestra Señora. Allí
está María, como impresa en el manto, hermosísima
y llena de dulzura. Las dudas del obispo dejan
paso a una fe sólida y a una maravillada
esperanza. A continuación, toma la tilma y las
rosas, y las deposita con respeto en su oratorio
privado. Al día siguiente, se dirige con Juan
Diego hasta la colina de las apariciones y, tras
examinar el lugar, deja que el vidente regrese
junto a su tío. Juan Bernardino se encuentra
completamente curado. Su curación había tenido
lugar a la misma hora en que Nuestra Señora se le
había aparecido al sobrino. Él mismo lo cuenta:
«Yo también la he visto. Ha venido hasta aquí y
me ha hablado. Quiere que se levante un templo en
la colina de Tepeyac y que su retrato reciba el
nombre de «Santa María de Guadalupe»; pero no
me ha explicado el motivo». El nombre de
Guadalupe es perfectamente conocido por los españoles,
pues existe en este país un santuario antiquísimo
dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe. Por lo
tanto, muy bien pudo ser interpretación
castellana de la palabra náhuatl Coatlaxopeuh:
La que aplasta la serpiente...
El rumor de aquel milagro se extiende rápidamente
y, en poco tiempo, Juan Diego se convierte en una
persona popular: «Extenderé tu fama», le había
dicho María; pero el indio continúa siendo igual
de humilde. Con el fin de facilitar la contemplación
de la imagen, Mons. Zumárraga ordena que la tilma
sea trasladada a su catedral. Después, se
emprende la construcción de una pequeña iglesia
y de una ermita, para Juan Diego, en la colina de
las apariciones. El 25 de diciembre siguiente, el
obispo consagra su catedral a la Santísima Virgen
para darle las gracias por los insignes favores
con los que colma la diócesis; luego, en magnífica
procesión, la imagen milagrosa es llevada hasta
el santuario de Tepeyac, que acaba de ser
construido. Como manifestación de alegría, los
indios disparan sus flechas, pero una de ellas es
lanzada sin precaución y termina atravesando el
cuello de uno de los asistentes, que cae al suelo
herido de muerte. Se produce un silencio
impresionante y una intensa súplica asciende
hacia la Madre de Dios. De repente, el herido, que
había sido trasladado a los pies de la milagrosa
imagen, vuelve en sí y se levanta, lleno de vigor.
El entusiasmo de la multitud llega hasta el
paroxismo.
Millones
de indios se hacen cristianos
Juan Diego se instala en su pequeña ermita,
encargándose del mantenimiento y del aseo del
lugar. Sigue llevando una vida modesta, y cultiva
con esmero un campo cercano al santuario que se ha
puesto a su disposición. Recibe a los peregrinos,
que son cada vez más numerosos, y se recrea
hablando de la Virgen y contando sin descanso los
detalles de las apariciones. Le confían toda
suerte de intenciones y plegarias, y él escucha,
se compadece y reconforta. Buena parte de su
tiempo libre lo pasa en la contemplación ante la
imagen de su Dama, y sus progresos en las vías de
la santidad son rápidos. Día tras día, cumple
con su misión de testigo, y ello hasta su muerte,
sobrevenida el 9 de diciembre de 1548, diecisiete
años después de la primera aparición.
Cuando llegó hasta los indios la nueva de las
apariciones de Nuestra Señora, se propagó entre
ellos un gozo y un entusiasmo jamás conocido y,
renunciando a sus ídolos, a sus supersticiones, a
sus sacrificios humanos y a la poligamia, muchos
de ellos pidieron el Bautismo. Nueve años después
de las apariciones, nueve millones de ellos se habían
convertido a la fe cristiana, es decir, ¡casi
3.000 al día!
Los detalles de la imagen de María conmueven
profundamente a los indios: esa mujer es más
grande que el rey sol, pues aparece de pie ante el
sol; está por encima del dios luna, pues mantiene
la luna bajo sus pies; no es de este mundo, pues
está rodeada de nubes y es sostenida por encima
del mundo por un ángel; sus manos juntas la
presentan en actitud de plegaria, lo que significa
que existe alguien más grande que ella...
Sin embargo, todavía en nuestros días, el
misterio de esa imagen milagrosa no ha sido
desvelado. La tilma, gran capa tejida a mano con
fibras de cactus, lleva la imagen sagrada que mide
1,43 m de altura. La figura de la Virgen es
perfectamente ovalada y de color gris tirando a
rosa. Los ojos poseen una gran expresión de
pureza y de dulzura. La boca parece sonreír. Su
hermosísimo rostro, parecido al de una india
mestiza, está enmarcado por una cabellera negra
que, vista de cerca, consta de sedosos cabellos.
Una amplia túnica, de un rosa encarnado que nunca
se ha podido copiar, la cubre hasta los pies. Su
manto, azul verdoso, lleva un ribete de oro y está
salpicado de estrellas. Un sol de tonos diversos
forma un magnífico fondo en el que brillan rayos
dorados.
La conservación de la tilma desde 1531 hasta la
actualidad es inexplicable. Después de casi cinco
siglos, aquella tela de calidad mediocre sigue
conservando la misma frescura de fábrica, la
misma vivacidad de tonos que en su origen. Basta
compararla con una copia de la imagen de Nuestra
Señora de Guadalupe que fue pintada con gran
esmero en el siglo xviii y conservada en las
mismas condiciones climáticas que la de Juan
Diego, y que se deterioró por completo en pocos años.
A principios del siglo xx, período doloroso de
revoluciones para México, unos incrédulos
depositaron una carga de dinamita bajo la imagen,
en un jarrón lleno de flores. La explosión
destruyó los peldaños de mármol del altar mayor,
los candelabros, todos los floreros, así como el
retablo en mármol del altar, que quedó hecho añicos,
y el Cristo de latón del sagrario, que quedó
doblado por la mitad. Se rompieron, además, los
cristales de la mayoría de las viviendas próximas,
pero el que protegía la imagen ni siquiera se
resquebrajó, y la imagen quedó intacta.
La
experiencia más emocionante de mi vida
En 1936, una exploración realizada en dos
fibras de la tilma, una roja y otra amarilla,
desemboca en conclusiones asombrosas: las fibras
no contienen ningún colorante conocido. La
oftalmología y la óptica confirman la naturaleza
inexplicable de la imagen: se parece a una
diapositiva proyectada sobre el tejido. Un estudio
concienzudo demuestra que no existe indicio alguno
de dibujo o de boceto bajo el color, a pesar de
haberse realizado retoques perfectamente
reconocibles sobre el original, retoques que, por
otra parte, se deterioran con el paso del tiempo;
además, el soporte no ha recibido apresto alguno,
lo que parece inexplicable si se trata realmente
de una pintura, pues incluso sobre una tela más
fina se coloca siempre una capa de barniz, aunque
sólo sea para evitar que la tela absorba la
pintura y que los hilos afloren a la superficie.
No se distingue ninguna pincelada. Con motivo de
un estudio por infrarrojos, efectuado el 7 de mayo
de 1979, un profesor de la NASA escribía: «No
hay modo alguno de explicar la calidad de los
pigmentos utilizados para el vestido rosa, el velo
azul, el rostro y las manos, ni la permanencia de
los colores, ni el brillo de los pigmentos después
de varios siglos durante los cuales habrían
debido normalmente deteriorarse... El estudio de
la imagen ha sido la experiencia más emocionante
de mi vida».
Por otra parte, los astrónomos han comprobado que
todas las constelaciones presentes en el cielo
cuando Juan Diego abrió su tilma ante el obispo
Zumárraga, el 12 de diciembre de 1531, se
encuentra en el sitio que les corresponde sobre el
manto de María. También se ha descubierto que,
al aplicar un mapa topográfico de la zona central
de México sobre el vestido de la Virgen, las
montañas, los ríos y los principales lagos
coinciden con la decoración de ese vestido.
Las exploraciones oftalmológicas concluyen que el
ojo de María es un ojo humano que parece vivo,
incluyendo la retina donde se refleja la imagen de
un hombre con las manos extendidas: Juan Diego. La
imagen de dentro del ojo obedece a las leyes
conocidas de la óptica, sobre todo a la que
afirma que un objeto bien iluminado puede
reflejarse tres veces en el ojo (ley de
Purkinje-Samson). Un estudio posterior ha
permitido descubrir dentro del ojo, además del
vidente, a Mons. Zumárraga y a otras personas,
presentes cuando apareció en la tilma la imagen
de Nuestra Señora. Finalmente, la red venosa
normal microscópica que aparece en los párpados
y en la córnea de los ojos de la Virgen es
perfectamente reconocible. Ningún pintor humano
habría podido reproducir semejantes detalles.
Embarazada
de tres meses
Las mediciones ginecológicas han
determinado que la Virgen de la imagen posee las
dimensiones físicas de una mujer embarazada de
tres meses. Bajo el cinto que sujeta el vestido,
en el emplazamiento justo del embrión, destaca
una flor de cuatro pétalos: es la flor solar, el
más habitual de los jeroglíficos aztecas, que
para ellos simboliza la divinidad, el centro del
mundo, del cielo, del tiempo y del espacio. Del
cuello de la Virgen pende un broche cuyo centro
está adornado con una pequeña cruz que recuerda
la muerte de Cristo en la Cruz por la salvación
de todos los hombres. Otros detalles de la imagen
de María la convierten en un documento
extraordinario para nuestra época, en que pueden
constatarse gracias a las técnicas modernas.
De ese modo, la ciencia, que ha servido con
frecuencia de pretexto a la incredulidad, nos
ayuda en la actualidad a hacer patentes las señales
que habían quedado escondidas durante siglos y
para las que no encuentra explicación.
La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe lleva
consigo un mensaje evangelizador: la basílica de
México es un centro «de donde fluye un río de
luz del Evangelio de Cristo, derramándose por
toda la tierra por medio de la imagen
misericordiosa de María» (Juan Pablo II, 12 de
diciembre de 1981). Además, mediante su
intervención en favor del pueblo azteca, la
Virgen ha contribuido a salvar innumerables vidas
humanas, y su embarazo puede interpretarse como
una llamada especial en favor de los niños que
van a nacer y en defensa de la vida humana; esta
llamada está de rabiosa actualidad, ya que en
nuestros días se multiplican y se agravan las
amenazas contra la vida de las personas y de los
pueblos, sobre todo cuando esa vida es débil y
carece de defensa. El Concilio Vaticano II
deploraba ya con fuerza los crímenes contra la
vida humana: «Todos los delitos que se oponen a
la misma vida, como son los homicidios de
cualquier género, los genocidios, el aborto, la
eutanasia... todo esto y otras plagas análogas
son, ciertamente, lacras que afean a la civilización
humana; en realidad rebajan más a los que así se
comportan que a los que sufren la injusticia. Y
ciertamente están en máxima contradicción con
el honor debido al Creador» (Gaudium et Spes,
27). Frente a esos azotes, que se desarrollan
gracias a los progresos científicos y técnicos,
y que se aprovechan de un amplio consenso social y
de reconocimientos legales, invoquemos a María
con confianza. Ella es un «modelo incomparable de
acogida y cuidado de la vida... Mostrándonos a su
Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han
sido ya derrotadas en él» (Juan Pablo II, Evangelium
vitae, 25 de marzo de 1995, 102, 105). «La
muerte y la vida tuvieron enconada lucha; murió
el Autor de la vida, pero ahora reina vivo» (Secuencia
Pascual).
Pidamos a san Juan Diego, canonizado por el Papa
Juan Pablo II el 31 de julio de 2002, que nos
inspire una verdadera devoción hacia nuestra
Madre del Cielo, pues «la compasión de María
alcanza a todos los que la solicitan, aunque sea
solamente con una sencilla «Ave María»» (San
Alfonso de Liguori). Ella obtendrá para nosotros
la misericordia de Dios, especialmente si hemos caído
en faltas graves, porque es Madre de Misericordia.
Dom Antoine Marie, o.s.b.
hispanizante@clairval.com
Para más informaciones sobre la abadía, se puede
consultar :
http://www.clairval.com/
ou
http://www.clairval.com/index_es.htm
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